Que el ser humano es una especie cojuda ya lo sabemos. Que ha hecho cojudeces en nombre de su cacareada “humanidad” también.
Los ejemplos de esta vocación cojudógena son tantos que tardaríamos años en estudiarlos. Sin embargo, dentro de este arsenal de estupideces hay uno que siempre ha llamado mi atención.
Sabemos que gracias a los estereotipos del cristianismo la virginidad fue elevada a la categoría de valor; y éste a su vez cobró tal magnitud que incluso llegó a relacionarse con la santidad.
Los pasajes bíblicos acerca de la concepción y nacimiento de Jesús dan prueba de ello.
Desde entonces la imagen de la “virgen” es venerada no sólo en el ámbito religioso sino en los caprichosos altares del machismo occidental.
Según el diccionario de anatomía humana el himen es definido como “la membrana que obtura la entrada de la vagina en estado de virginidad”. Lo que resulta incomprensible y ciertamente disparatado es que a esta membrana se le haya atribuido la facultad de ser rectora o eje de la moralidad o la inmoralidad de la mujer y por ende de su elección o rechazo.
Y decía disparatado porque ahora se sabe que la integridad del himen no es prueba suficiente para asegurar la virginidad, su falta o rotura tampoco indica de forma categórica que la mujer haya tenido relaciones sexuales.
“¿Qué como es esto posible?” preguntaría algún despistado varón. La respuesta es muy simple: existe un tipo de himen muy flexible que se distiende muy fácilmente por lo que no se desgarra durante el acto sexual y en algunos casos no se rompe sino hasta después del parto.
Por el contrario, hay hímenes tan frágiles que algunos accidentes (como un golpe manejando bicicleta) puede provocar su ruptura.
No obstante esta comprobación, muchas mujeres, siguen pensando en el estereotipo de la virginidad como un valor a ser difundido. Al igual que en “Crónica de una muerte anunciada” de García Márquez, hemos visto a lo largo de la historia a esposos indignados que han rechazado a sus cónyuges en la noche de bodas al descubrir que estas no eran “puras e inmaculadas”(sic).
Occidente le ha dado una importancia vital a la integridad del himen, y esta importancia está en relación directamente proporcional a la visión que se tiene de la mujer. Mientras más se considere a la mujer como objeto de intercambio y los sistemas de dominación masculina sean más efectivos, más importancia se le da a la virginidad.
Pero como para demostrar que el mundo es paradójico nos enteramos que entre los tibetanos, malayos y algunas razas asiáticas y africanas la existencia del himen en una mujer en edad casamentera es considerada un lastre y origina el rechazo de los varones.
El varón de estas tribus, piensa que si la mujer hubiera tenido condiciones para casarse ya hubiera sido poseída por otros hombres. En estas culturas, las mujeres buscan ser elegidas resaltando y recordando a sus amantes, con el número de “trofeos” aumenta la consideración que merecen y su valor para casarse.
Estas creencias llegan al borde de la locura cuando las madres en afán de evitar que sus hijas queden solteras destruyen el himen de las recién nacidas. Es decir la otra cara de una misma estupidez.
Pero volviendo a nuestro mundo “occidental, civilizado y cristiano” donde la pérdida de la virginidad puede resultar contraproducente y perjudicial para el denominado “Sexo Débil”, es posible darse cuenta que esta atribución tan grande que se le ha dado a una parte del cuerpo de la mujer, es solo un elemento dentro de una compleja y sistematizada estructura social destinada a reprimir y regular la sexualidad femenina.
Desde un principio el varón ha intuido la tremenda superioridad cuantitativa y cualitativa de la respuesta sexual de la mujer; por este motivo tuvo que inventar las más sofisticadas estratagemas que encontraron en las religiones del tronco semita (Cristianismo, judaísmo, islamismo) a los poderosos aliados encargados de determinar “lo bueno”y “lo malo” en el comportamiento de la mujer.
A pesar de los progresos, a pesar del siglo XXI y la aparente “igualdad de oportunidades”, todavía sigue siendo un estigma para muchas mujeres afirmar que tienen una vida sexual activa y por el contrario, esconden su condición real, no solo a los varones sino a las propias mujeres.
En ese instante se entra en un círculo vicioso, en un proceso de retroalimentación y de reforzamiento de roles, donde sigue imperando el doble discurso que a veces linda con la ironía como en el caso de aquella mujeres que estando embarazadas se casan de blanco sin saber que toda la indumentaria matrimonial es un símbolo estructurado para denotar “pureza” y “virginidad” ante “Dios” y la sociedad.
Y, sin parecer exagerado, me atrevo a decir que todo intento de reivindicación de la mujer (a nivel político, social, cultural, etc.) ha de ser un fracaso si es que no se parte por su propia sexualidad, si no se intenta librar de esa cadena que lleva sobre la cabeza y que le ha impedido ser dueña de sus placeres durante siglos, cadena que unas cuantas se han quitado sin temor a es terrible “que dirán” y que han mandado al tacho aquel concepto tan obsoleto del “Himen moral”.
Colaboración de Anddy Landacay Hernández