España cambió su historia en Austria y ascendió al Reino de los Cielos en Sudáfrica. De la mano del alquimista Luis Aragonés nació un estilo de juego asociativo, elegante, combinativo, que alcanzó cotas de belleza aún no superadas. Sí, esa España era la demostración de que el fútbol tenía música si se tenía el pie de seda. A ese libreto perfecto, Vicente Del Bosque añadió unas gotas de sentido común, una tonelada de continuidad en la obra bien hecha y un plus de competitividad que resultó clave para la conquista de una Copa del Mundo con la que soñaban generaciones de españoles que, por primera vez, se sintieron en la cima del mundo. Esa España recogió las esencias del
jogo bonito de Brasil, tuvo el corazón de Argentina, sublimó el juego de posición de
La Naranja Mecánica y lo sazonó de unas gotas del gen competitivo propiedad de alemanes e italianos, para conseguir la fórmula de triunfar ante cualquier adversidad
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Cuatro años más tarde, la España actual, un gramo menos brillante que hace cuatro años y un segundo más lenta que hace dos, se ha vuelto a colar en una final, colocándose a un solo paso de un triplete inédito en la historia. Sin alcanzar su mejor versión, sin la chispa adecuada para provocar un incendio de fútbol majestuoso, esta maravillosa España de locos bajitos, que ataca y defiende siempre con la pelota, también ha sido capaz de superar una carrera de obstáculos para igualar el mítico récord de la República Federal de Alemania, que logró estar en tres finales consecutivas de 1972 a 1976. No iba desencaminado Gary Winston Lineker cuando pronunció aquello de 'el fútbol es un deporte de once contra once en el que siempre ganan los alemanes'. Esta España, gracias al ascendente de su estilo y a su fútbol de riesgo controlado, ha cambiado el aforismo. Ahora el fútbol es un deporte de once contra once, en el que siempre ganan los españoles.
Sí, España no tiene la misma profundidad letal que tenía con Aragonés. Sí, España no tiene la producción ofensiva bestial que mostró con Del Bosque en Sudáfrica. Y sí, España no ha sido un equipo de violinistas en su momento más álgido, sino un grupo de músicos que ha llegado con las notas justas a final de temporada. A cambio, esta España se ha aplicado en otras cuestiones relevantes. Fuera del campo, esta España representa su versión más madura. No se ha desangrado por las guerras internas del periodismo, no se ha venido abajo por debates tendenciosos, ha sabido aislarse de supuestos motines de opereta, no ha puesto excusas a una preparación que pareció haber sido ideada por su peor enemigo y tampoco ha cedido a la tentación de renunciar a su condición de favorita. Dentro del campo, esta España ha tenido aún más mérito que en anteriores cursos. No ha traicionado su estilo de juego pese a las exigencias del entorno, ha convertido la posesión en un arma defensiva, ha tenido una solución para cada problema y ha competido ante selecciones que, tras estudiar su juego, han puesto todo su empeño en la destrucción.
Esta España ha enterrado sus complejos históricos, ha destrozado aquella maldita barrera de los cuartos de final y ha invertido el ciclo ganador del fútbol mundial, donde la poesía correspondía a los latinoamericanos y los derechos de autor eran cosa de italianos. España ya no juega como nunca y pierde como siempre. Ahora juega como nunca y gana casi siempre. Con nueve y sin nueve. Con un mediocentro y con doble pivote. Con la sapiencia de Luis y con la bonhomía de Vicente. Esta España, sometida a una visita al dentista por cortesía de Portugal, supo sobreponerse a la dificultad. Esta España, anudada por una tela de araña lusa, encorsetada por una pizarra en forma de jaula, supo encontrar la rendija por la que escapar de una trampa milimétrica. Esta España, que se resiste a caer del paraíso para desgracia de agoreros, se reencontró en una prórroga donde el músculo portugués cedió ante los virgueros españoles. Y esta España, a la que los trompeteros del apocalípsis han cargado con la pesada mochila de la responsabilidad, a la que han condenado a fracasar si no gana cada partido por goleada, a la que han colgado la etiqueta vergonzante del aburrimiento, supo salir ilesa de una tanda de penaltis donde alternó valentía y serenidad.
Esta España, con un pie en el abismo, detuvo el tiempo de un país con cinco millones de parados, ahogado por la prima de riesgo y los tijeretazos obligados de unos políticos a años luz de sus deportistas. Sí, se paró el reloj, durante minutos que parecieron siglos, para ese país que maldice a Fernando Torres para lavarle los pies con agua de rosas si marca; para ese país que mata a Del Bosque públicamente para después aplaudirle con la boca pequeña; que niega la opción Navas sin delantero centro por desconocer el juego de posición; que tiene el insano vicio de apropiarse de cada éxito, atribuyéndoselo en exclusividad al Real Madrid o al Barcelona, como si la selección no fuera un bien común. A ese país le respondió con grandeza esta España, sin el lujo de sus pases de terciopelo, pero con la competitividad que se le presupone y adivina siempre al campeón.
Portugal, un dolor de muelas sin anestesia, hincó la rodilla en los penaltis. Sergio Ramos, imperial durante todo el torneo, demostró la estatura de su personalidad: la de un gigante. Escarcha en las venas, tuvo arrestos para enfrentarse a sus miedos tras haber pateado alto un penalti en semifinales de Champions. Sin pensar en el fracaso o en las críticas feroces que le podrían esperar si fallaba, colocó la pelota, armó la pierna y descargó, de manera suave, una cuchara homenaje a Panenka. La pelota cayó lentamente, como caen las hojas en otoño, hasta alojarse en la red. Sergio demostró que, también en fútbol, de los cobardes jamás se ha escrito nada. A ese efecto llamada, el del carácter, se sumó Fàbregas. Como ante Italia, lanzó el definitivo. Ajustó, apuró y disparó. Su remate selló la agonía más dulce de España.
Nadie, jamás, ha sido capaz de concatenar un triplete inédito en la historia del fútbol. No pudo Brasil con sus diferentes generaciones de campeones, ni con Pelé, ni con Romario, ni con Ronaldo. No pudo Argentina, ni con Kempes, ni con Maradona, ni con Messi. No pudo Italia, ni con Rivera, ni con Rossi, ni con Baggio. Y no pudo Alemania, ni con Beckenbauer, ni con Mätthaus, ni con Khan. España, esta España, menos brillante pero más madura, está a un paso de dejar en la memoria de los hombres su canción. Busca la inmortalidad.