Iba yo por el camino de la aldea, cuando tu carroza apareció a lo lejos, magnífica y resplandeciente. Y al pasar junto a mi se detuvo. Entonces tú me miraste a los ojos y bajaste sonriendo. Sentí que me invadía la felicidad de la vida y pensé que las penurias de mis días malos habían terminado.
Más luego tú me tendiste tu diestra y me dijiste: "¿Puedes darme alguna cosa?" ¡Ah, que ocurrencia la de tu realeza, pedirle a un mendigo! Yo estaba confuso y no sabía que hacer, entonces saqué lentamente de mi saco un granito de trigo y te lo di.
Pero que tristeza la mía, cuando al caer la tarde y vaciar mi saco en la arena, encontré un granito de oro en la miseria del montón. Qué amargamente lloré el no haber tenido corazón, para darme todo.