Se han ido todos. O eso parece. La calle està desierta, los faroles opacos, el empedrado màs gris que de costumbre. La iglesia centenaria con su campanario allà en lo alto, se yergue muda y oscura, una sombra màs entre las sombras.
Las coloniales callejas de San Telmo, sus muros como fortalezas, sus ventanucos desvencijados tras las rejas, parecen haber perdido hoy parte de su encanto. Es que si algo le da vida a la ciudad vieja que guarda su alma entre estos adoquines cargados de historia, sin duda es la gente que habitualmente transita sus calles, los vendedores ambulantes con sus mantas tendidas en las angostas veredas, los polifacèticos personajes que, llegados de todas partes del mundo, meten ruido en los bares, en las plazas, en las galerìas de arte, en las casas de antigüedades que por estos lares se vuelven fecundas. No me atrevo a desilusionarme tan pronto, me resisto a creer que la ciudad haya muerto entre las garras de un feriado de cuatro dìas que pintan visos de eternidad. Y es entonces cuando, como salida de un cuento, una calle distinta a todas cobra vida ante mis ojos, y todos los rostros hasta recièn ausentes, todos los pasos dormidos, todas las voces calladas, las guitarras huèrfanas de acordes, se me aparecen entre medio de la nada como si un sortilegio hubiese derramado sus alas màgicas sobre este pedacito de barrio que no excede los 200 metros. Se hace difìcil escoger entre un restaurante u otro, todos tienen su encanto, sus mesas en la vereda, un menù variado y exquisito, camareras bellas y amables invitàndonos a cenar. Miro extasiada esta suerte de oasis surgido en medio del desierto y finalmente me siento a la mesa de un bar que me atrae porque hay un hombre joven que toca la guitarra y canta, y porque la mesera tiene un dulcìsimo acento madrileño que me cautiva. No hay nada que me guste màs que cenar asì, a media luz, con la mùsica de un piano o una guitarra de fondo y una voz càlida y afinada entonando canciones de viejos repertorios, mientras el tinte rojizo de mi copa resplandece sobre un mantel inmaculado. Comprendo que la noche me ha hechizado y hasta se me antoja que las estrellas brillan ahora solo para mi. Canto mientras bebo, y bebo mientras canto. No importa demasiado el orden ni el sentido. El vino me ha soltado la lengua y tambièn la piel. Es una suerte, porque dejo resbalar mis ojos por los tuyos, mis dedos entre tus palmas, mis tobillos enlazados con tus piernas por debajo de la mesa. Y la reciprocidad danza, como danzan las lucièrnagas en la noche, cercàndonos con su magia. Y sè lo que vendrà y vos tambièn lo sabès aunque no nos atrevamos a decirlo. Es asì que de repente me han entrado unas ganas locas de que la noche no acabe jamàs. No quiero que el hechizo se rompa, que la luna se oculte, que la razòn venga a imponer su reino de estrecheces en este paraìso de emociones sin medida. Asì que me suelto el pelo y te provoco con tan solo una mirada, una mirada còmplice y hùmeda que se llevarà su secreto con la noche y con el vino, en nuestros pasos tranquilos entre los adoquines que ahora la luna baña con un manto de luz sentimental.
G. Acebal |