La calle estaba desierta cuando saltamos la tapia. Al otro lado nos recibió un montículo de desperdicios malolientes. Corrimos unos cincuenta metros esquivando latas oxidadas y otras inmundicias por el estilo cuando finalmente dimos con el objeto que buscábamos, pesado, negro, metàlico.. Nos miramos, las pupilas dilatadas brillando cual diamantes en la oscuridad. Tomamos el arma y sin pensarlo dos veces, excitados, gatillamos. El primer disparo retumbò en el aire con una fuerza atronadora. La bala perdida fue a dar contra un paredón que a simple vista se caìa a pedazos. Nos reimos, una risa loca, nerviosa, contagiosa, nos impulsò a seguir tirando. Nos pasamos la pistola de mano en mano. Un tiro cada uno era la consigna, tanto como para ir perdiéndole el miedo al chumbo y afinando la punterìa. Despuès, fuera del descampado aquel, ya no habrìa risas alocadas, tampoco tiempo. Todo tendría que hacerse en cuestión de minutos y no dispondríamos del menor margen de error posible, sino, lo sabíamos, nos harían boleta. Juan disparò el segundo, alto, bien alto, apuntando a la copa de los àrboles que rodeaban el miserable paredón. El tiro sonò como un latigazo y el eco quedó vibrando en el aire por unos instantes. Cuando por fin llegó mi turno de disparar, ocurrió algo extraño. Habìa decidido ya cuàl sería el blanco en cuestiòn, es decir ni el paredón ni la arboleda, sino unas matas de ligustro que estaban màs allà del desvencijado portòn que daba acceso al viejo caserón abandonado. Bien afirmado sobre mis piernas, sosteniendo el arma con ambas manos, la mirada fija, concentrada, tal como les había visto hacer a mis compañeros, apretè el gatillo. La bala zumbò con un estruendo insoportable que pareció perforarme los tìmpanos. Todo durò tan solo fracciones de segundos. Despuès, solo recuerdo el estupor en nuestros ojos, el rostro desencajado de Juan, el grito visceral que escupió su garganta justo antes de que la sangre empezara a brotarle a borbotones por ese horrible agujero zanjado en su vientre, desde donde asomaban las tripas sanguinolentas heridas de muerte. A lo lejos, ya ladraban los perros. No había tiempo para detenerse a limpiar la escena del crimen. ¿Crimen…? ¡Pero si aquello no había sido un crimen sino un fatal accidente! Corrimos los cincuenta metros de vuelta hacia el tapial, lo saltamos como gatos monteses perseguidos por una jauría de lobos. Al otro lado, ya nos esperaba la patrulla con las luces altas encegueciéndonos los ojos, las armas apuntándonos al pecho, las cachiporras listas para lo que hiciera falta. Tenìamos catorce y dieciséis años. Juan, el desafortunado Juan, sòlo tenía trece. Y aquella había sido nuestra primera y última puesta en escena de lo que pretendía ser un ensayo del gran atraco a un supermercado. Caìmos de bruces sobre la tierra y, abrazados uno al otro, no supimos hacer otra cosa màs que estallar en un llanto convulso mientras, en vano, suplicàbamos un poco de piedad. Màs tarde, la noche se volvió aùn màs negra y los feroces golpes y culatazos nos dejaron inconscientes. Ya no somos los mismos. Ni siquiera sabemos quiènes somos. Los golpes recibidos nos dejaron tullidos de por vida. Apenas si recuperamos el habla, unos espasmódicos balbuceos ininteligibles, que, según dicen, se parecen màs a los gemidos de unos animales malheridos, que a cualquier otra cosa semejante a un lenguaje humano.
G. Acebal |