Amo el atardecer, cuando sombrío muere el sol y los campos se obscurecen. Amo las margaritas que florecen junto a la losa del sepulcro frio.
Al viejo claustro, al caserón vacío, cuyos muros se ocultan y ennegrecen bajo la hiedra y, tétricos, me ofrecen la callada quietud que tanto ansío.
Amo, en las noches del invierno helado, la majestad del templo abandonado; y a la voz amo, en fin, de la campana, cuyo ronco tañido nos advierte que la paz no se logra ni se gana sin pisar los umbrales de la muerte.