El diamante
Cuenta una leyenda que hace tiempo un joven trabajador de una mina se quedó atrapado en la profundidad de los túneles, sin comida, sin agua y sin luz, pasaron las horas y habiendo acostumbrado sus ojos a la oscuridad, en un punto lejano del túnel vio una pequeñísima luz que coquetamente guiñaba, lentamente y tomándose de las paredes del túnel, se encaminó hacia la lucecilla, cuando la alcanzó se dio cuenta que era una pequeña y sucia roca a la que sobresalía una pequeña porción ligeramente transparente, que fue suficiente para reflejar la luz que le condujo a la salida de donde se encontraba atrapado.
Como recuerdo a lo sucedido, el joven trabajador tomó la roca y se la llevó, la limpió y se dio cuenta que entre más pulía más brillaba y con el paso del tiempo la roca fue adquiriendo un singular brillo.
Por las noches la admiraba contra la luz de las velas y se maravillaba de sus destellos, pero en una ocasión camino a su casa, volteó al suelo y vio una piedra de bonita figura, la tomó y tiró aquella roca que una ocasión fue su guía a la superficie. Se llevó la piedra de bonita forma a su casa, la limpió y al paso de los días de dio cuenta que por más que la puliera, la piedra seguía siendo la misma piedra, sin brillo, sin cambios, solo una piedra.
Volvió sobre sus pasos a buscar aquella roca que fue su luz un día, ya no la encontró en el lugar donde la había tirado. Levantó sus ojos y la vio, linda, esplendorosa y reluciente en manos de un hombre que supo aquilatar el verdadero valor de la roca, el brillo de sus destellos enorgullecían al hombre que la llevaba de su mano, porque aquella roca que un día guiñó tímidamente con su luz, era un puro y verdadero diamante.
Se acercó al hombre, lloró y le rogó que le devolviera su roca, le explicó lo que había significado en su vida y también le contó que había cometido el error más grande al tirar su diamante por una piedra del camino.
Serenamente el caballero le respondió que entendía perfectamente todo lo que le contaba y que lamentaba su gran perdida, pero que en sus manos el diamante alcanzó todo su esplendor y señorío, y que no estaba dispuesto a devolverlo, porque además el diamante titilaba alegremente en su mano y ese era su lenguaje de felicidad, que ahora le pertenecía y que para él era el tesoro más preciado en su vida, que no lo cambiaría ni por una montaña de piedras del camino... porque las piedras por mas que las pulas y trates de cincelarlas, siguen siendo piedras, sin brillo, sin destellos y nunca te llevarán a ningún lado.