Llegué a New York y me enteré de que mi editora americana había hecho reservaciones en el clásico hotel Waldorf Astoria. Cuando la puerta del elevador se abrió a mi paso vi que estaba repleto de guardias con armas a la vista.
Descubrí por intermedio de la camarera que una princesa árabe se alojaba allí.
Me
hice miles de fantasías sobre cómo sería una princesa, hasta que un día
la vi en uno de los corredores: era una señora gorda, fea, con los pies
hinchados y un séquito que cuidaba cada uno de sus pasos.
La amiga
que estaba conmigo pudo hablar con ella; supimos que la gente de
seguridad no la dejaba salir a la calle, que soñaba con ir a un cine y
que la primera extranjera con la que conversaba era mi amiga.
Los
guardaespaldas llegaron enseguida e interrumpieron la conversación,
además de palparnos de armas por si llevábamos alguna escondida.
Fue la única princesa de verdad que conocí en mi vida.