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El emperador mantiene inclinada la cabeza. Jamás fueron apresuradas sus palabras: tal es su costumbre, sólo habla cuando le viene en gana. Cuando por fin se yergue, resplandece de orgullo su rostro.
-Habéis hablado muy bien -contesta a los mensajeros-. Mas el rey Marsil es mi gran enemigo. ¿Qué garantía tendré yo sobre las palabras que acabáis de pronunciar?
-Tendréis rehenes -replica el sarraceno-. Diez, quince o veinte. Así deba perecer, pondré con ellos a un hijo mío, y recibiréis, según creo, otros de mayor alcurnia. Cuando os encontréis en vuestro soberbio palacio, durante la gran fiesta de San Miguel del Peligro, estará junto a vos mi señor, os lo asegura. Allí, en vuestras fuentes, que Dios hizo para vos, quiere recibir el bautismo.
Responde Carlos:
-Quizá pueda alcanzar aún la salvación.