Existen culpas pequeñas y grandes. Las que permanecen por algunas horas y las que nos persiguen por el resto de nuestras vidas. Las primeras son esos pecadillos diarios, las mentiras bobas, los pequeños deslices, que en algunas ocasiones hasta nos impiden dormir... pero son pasajeras y acaban volviéndose banales sin que nos demos cuenta. Las segundas son terriblemente pesadas para cargarse y pueden destruír toda una vida.
Son raras las personas que al sentir la condena de los demás por algo que hicieron, no intenten defenderse o justificarse. Pero no hay quien al condenarse a si mismo procure aliviar su sentimiento de culpa con razones que lo disculpen. La cuestión no es por los sucesos sin consecuencias que hacen parte de las mareas de todos los días y nos perdonamos con esa misma facilidad con que cometemos errores. La cuestión es por las culpas que llegan solas, los accidentes de los cuales nos responsabilizamos, las pérdidas y sufrimientos respecto a los cuales nos decimos que podríamos haber evitado si hubiésemos hecho esto o aquello y nos condenamos a cada instante.
Los auto-castigos no resuelven nada. El rehusarse a la felicidad no corrige los errores, no compensa los dolores. El abandonarse no hace seguir adelante. Dormir más horas para no ver pasar los días y las noches, no va a disminuír el tiempo determinado por Dios para la vida de cada uno; intentar acortar ese tiempo, don de Dios, por medios propios, solo puede acarrear una condena eterna, que nadie se merece.
Somos nosotros mismos nuestros jueces más severos y también nuestros más duros fiscales. Aún con toda la comprensión, con todo el amor, con toda la ayuda posible, no podremos liberarnos de las culpas si esa liberación no procede de nuestro interior, si no viene con la ayuda de Aquel que siéndolo todo, nos prometió también un nuevo corazón.
Entonces... El Ángel que el Señor nos prometió para nuestra compañía, nos dice lo siguiente:
No importa en cuántos pedazos se haya roto tu corazón, Jesús puede restaurarlo.
No importa lo que hayas hecho, donde te hayas metido, ni los caminos que hayas escogido, Jesús te ama por encima de tus elecciones.
No importa cuántas veces te caíste y cuántas te levantaste, Jesús puede levantarte de una vez por todas.
No importa cuál fue tu pecado y si los hombres te condenaron o te absolvieron, Dios te absuelve.
Y si Dios te absuelve... créele a Él: ¡Eres libre !