La ofensa le hizo pensar que no tenía sentido proseguir una amistad con sus vecinos. La discusión inició por algo trivial. Argumentaban que una humedad, sobre una de las paredes colindantes, estaba trayendo problemas a la estructura de la casa.
--Usted es inconsciente. ¿Por qué no repara el daño en su tubería de agua?—señalaba el hombre, visiblemente airado.
--Pero si apenas me informa. No sabía en absoluto lo que estaba ocurriendo—dijo.
--No, usted debía saberlo desde tiempo atrás. Lo hace a propósito, para perjudicarme—vociferó para, segundos después, encerrarse en su vivienda con un sonoro portazo que cortó toda posibilidad de una concertación.
Y allí, en el antejardín, el hombre reflexionó en el incidente. Nada que no pudiera resolverse con un reclamo. Los plomeros darían buena cuenta del año. Lo repararían en cuestión de horas, sin duda. Pero el asunto pasó de ser algo superficial para convertirse en un altercado. El vecino definitivamente se dejaba llevar por la ira...
El iracundo, hace locuras
Aunque un sector de la ciencia atribuye las reacciones violentas a una herencia genética, otro segmento de los científicos asegura que --asumiendo nuevas pautas de vida-- se puede tener control de todo cuando hagamos, así hayan estímulos externos que nos inclinen a la violencia o quizá a actitudes irascibles.
Quien responde bajo el influjo de la ira está propenso a romper lazos de amistad, desatar problemas en circunstancias que una simple excusa podría resolver y despertar rechazo entre quienes nos rodean.
A este fenómeno del comportamiento humano se refirió el sabio Salomón cuando escribió: "El iracundo comete locuras, pero el prudente sabe aguantar. Herencia de los inexpertos es la necedad; corona de los prudentes, el conocimiento" (Proverbios 14:17, 18. Nueva Versión Internacional
Es probable que haya experimentado raptos de ira que le han traído malos momentos. Es conciente de lo perjudicial de su comportamiento. Desea cambiar pero no sabe cómo. La única salida está en Jesucristo. El puede transformar las áreas de nuestra vida sobre las que no tenemos control. Con su ayuda –a la sombra de sus fuerzas y no de las nuestras—es posible cambiar. Decídase hoy. Vuelva su mirada a Cristo. Pida su fuerza divina. Podrá lograrlo.
D/A