Antes cuidaba que los demás no hablaran mal de mí, entonces me portaba como los demás querían y mi conciencia me censuraba.
Menos mal que a pesar de mi esforzada buena educación siempre había alguien difamándome.
¡Cuánto agradezco a esa gente que me enseñó que la vida no es un escenario! Desde entonces me atreví a ser como soy.
He
viajado por todo el mundo, tengo amigos de todas las religiones;
conozco gente extraña: católicos, religiosos pecando y asistiendo a misa
puntualmente, pregonando lo que no son, personas que devoran al prójimo
con su lengua e intolerancia, médicos que están peor que sus pacientes,
gente millonaria pero infeliz, personas que se pasan el día quejándose,
que se reúnen con familia o amigos los domingos para quejarse por
turnos, gente que ha hecho de la estupidez su manera de vivir.
El
árbol anciano me enseñó que todos somos lo mismo. La montaña es mi
punto de referencia: ser invulnerable, que cada uno diga lo que quiera,
yo sigo caminando indetenible.
Quizás solamente teníamos que ser humanos. En realidad, sólo hablo para
recordarte la importancia del silencio. La gente feliz no es rentable,
con lucidez no hay necesidades innecesarias.
La
mejor forma de despertar es hacerlo sin preocuparse porque nuestros
actos incomoden a quienes duermen al lado. Recuerda que el deseo de
hacerlo bien será una interferencia. La meta no existe, el camino y la
meta son lo mismo. No tenemos que correr hacia ninguna parte, sólo saber
dar cada paso plenamente