EL PRINCIPE DE LAS FLORES::
La golondrina se detuvo cerca de un lago azul en cuyas márgenes se levantaba un castillo de mármol con una cúpula en la que había gran cantidad de nidos. Uno de aquéllos era la vivienda de la amiga de Almendrita.
- Aquí tienes mi casa, que es la tuya -le dijo el pájaro -, pero no te recomiendo que vivas en ella pues hace mucho frío en invierno y mucho calor en verano. Mejor que elijas una linda flor. Te depositaré en ella y haré lo posible para que tu permanencia sea agradable.
Flores coloradas, blancas y azules crecían entre los fragmentos de una columna en ruinas. La niña eligió una de ellas, y allí la depositó la golondrina.
La admiración que sentía Almendrita por las magnificencias que la rodeaban creció de punto al ver a un hombrecito blanco y transparente como el cristal, adornado con una diadema de oro y apenas de una pulgada de altura, que estaba sentado en la misma flor. En la mano llevaba un cetro de oro y piedras preciosas y de los hombros le salían unas alas resplandecientes. Aquel lindo personaje era el príncipe de las flores, que reinaba sobre todo al jardín.
Lejos de asustarse por la aparición, Almendrita se quedó mirándolo con embeleso.
Cuando el príncipe vió al ave gigantesca, se asustó, pero se repuso al mirar a Almendrita, que le pareció la mujer más linda del mundo. Le puso su corona en la cabeza y le preguntó si consentía en ser su esposa.
¡Qué diferencia con el sapo asqueroso y el topo estúpido! Aceptándolo sería la reina de las flores. Le dijo que sí y no tardó en recibir la visita de parejas compuestas por bizarros caballeros y hermosas damas, que salían de cada flor para ofrecerle lindos regalos. Entre éstos, el que más le agradó fue un par de alas transparentes que habían pertenecido a una gran mosca blanca. Tan pronto le fueron colocadas, pudo volar de flor en flor.
La golondrina, desde el nido, hacía oír sus mejores canciones, aunque en el fondo de su corazón se sentía triste por haberse tenido que separar de su bienhechora, a la que, sin embargo, visitaba frecuentemente.
Y Almendrita vivió muy feliz con su esposo durante larguísimos años. Y tuvieron muchos hijos, tan pequeñitos, que al nacer no eran más grandes que un granito de anís; pero todos muy lindos e inteligentes.