Hubo una vez un bosque de árboles pequeñitos que crecían
todos a la vez. Había sido plantados por un anciano labrador
que cuidaba de que todos crecieran rectos y sanos.
Pero aquel lugar era un sitio de fuertes vientos,
y los pequeños árboles preferían evitar las molestias
del aire encogiéndose y torciendo sus troncos y ramitas.
El anciano, sabiendo que de aquella manera no
podrían crecer bien, se esforzaba en enderezarlos,
y dedicaba horas y horas a atar sus finos troncos
a las estacas y varas que plantaba junto a cada árbol,
con la esperanza de que comprendieran que
hacía todo aquello por el bien de sus amados árboles.
Pero aquellos árboles caprichosos no tenían ganas
de aguantar el viento. Daba igual que el viejo les
prometiera que cuando fueran altos y rectos el aire
no les molestaría. Siempre se las apañaban para doblarse
y retorcerse, y seguir escondiéndose del viento.
Sólo uno de aquellos árboles, uno que estaba
situado justo en el centro del bosque, se esforzaba
por seguir creciendo erguido, y aguantaba
con paciencia las travesuras del fastidioso viento.
Pasaron los años, y el viejo murió. Y desde entonces,
los árboles pudieron crecer a su aire, torciéndose
y protegiéndose del viento como quisieron, sin que
nadie les molestara. Todos, excepto aquel árbol
del centro del bosque, que siguió decidido a crecer como debía hacerlo un árbol.
Pero a medida que el bosque crecía, y los árboles
se hacían más gruesos y robustos, comenzaron
a sentir crujidos en su interior. Sus ramas y sus troncos
necesitaban seguir creciendo, pero los árboles estaban
tan retorcidos que ese crecimiento imparable
sólo les provocaba un dolor y sufrimiento
aún mayor que el que se habían ahorrado
evitando el viento. Cada día y cada noche, en
lo profundo del bosque, podían escucharse
los ruidos y chasquidos de los árboles, como
si fueran quejidos y sollozos. Y en los alrededores
comenzaron a conocer aquel lugar como el bosque de los lamentos.
Y era un lugar con un encanto especial, pues justo
en el centro, rodeado de miles de árboles de poca altura,
llenos de nudos y torceduras, se alzaba un impresionante
árbol, largo y recto como ninguno. Y ese árbol, el único
que nunca crujía, siguió creciendo y creciendo sin tener
que preocuparse del siempre travieso viento y sus amigas las brisas.
Autor.. Pedro Pablo Sacristan
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