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Había un hombre muy rico que poseía muchos bienes, una gran estancia, mucho ganado, varios empleados, y un único hijo, su heredero.
Lo que más le gustaba al hijo era hacer fiestas, estar con sus amigos y ser adulado por ellos.
Su padre siempre le advertía que sus amigos solo estarían a su lado mientras él tuviese algo que ofrecerles; después, lo abandonarían.
Un día, el viejo padre, ya avanzado en edad, dijo a sus empleados que le construyan un pequeño establo.
Dentro de él, el propio padre preparó una horca y, junto a ella, una placa con algo escrito:
“PARA QUE NUNCA DESPRECIES LAS PALABRAS DE TU PADRE.”
Más tarde, llamó a su hijo, lo llevó al establo, y le dijo:
“Hijo mío, yo ya estoy viejo y, cuando yo me vaya, tú te encargarás de todo lo que es mío...
Y yo sé cual será tu futuro.
Vas a dejar la estancia en manos de los empleados y vas a gastar todo el dinero con tus amigos.
Venderás todos los bienes para sustentarte y, cuando no tengas mas nada, tus amigos se apartarán de ti.
Solo entonces te arrepentirás amargamente por no haberme escuchado.
Fue por esto que construí esta horca.”
“Quiero que me prometas que, si sucede lo que yo te dije, te ahorcarás en ella.”
El joven se rió, pensó que era un absurdo, pero, para no contradecir al padre, prometió, pensando que eso jamás podría suceder.
El tiempo pasó, el padre murió, y su hijo se encargó de todo, pero, así como su padre había previsto, el joven gastó todo, vendió los bienes, perdió sus amigos y hasta la propia dignidad.
Desesperado y afligido, comenzó a reflexionar sobre su vida y vio que había sido un tonto.
Se acordó de las palabras de su padre y comenzó a decir:
Si yo hubiese escuchado tus consejos... Pero ahora es demasiado tarde.”
Apesadumbrado, el joven levantó la vista y vio el establo. Con pasos lentos, se dirigió hasta allá y entrando, vio la horca y la placa llenas de polvo, y entonces pensó:
“Yo nunca seguí las palabras de mi padre, no pude darle alegría cuando estaba vivo, pero, al menos esta vez, haré su voluntad. Voy a cumplir mi promesa. No me queda nada mas...”
Entonces, él subió los escalones, se colocó la cuerda en el cuello, y pensó:
“Ah, si yo tuviese una nueva chance...”
Entonces, se tiró desde lo alto de los escalones y, por un instante, sintió que la cuerda apretaba su garganta...
Pero el brazo de la horca era hueco. Se quebró fácilmente y el joven cayó al piso.
Sobre él cayeron joyas, esmeraldas, perlas, rubíes, safiros y brillantes, muchos brillantes...
La horca estaba llena de piedras preciosas y una nota también cayó en medio de ellas.
Dios es exactamente así con nosotros.
Cuando nos arrepentimos, podemos
ir hasta él.
El siempre nos da una nueva chance.
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