Todos los santos la denigran, y todos los hombres cuerdos
gobernados por la regla de oro del Dios Apolo,
en menosprecio de la cual nos hicimos a la vela para encontrarla
en regiones distantes donde más probablemente se halle,
a quien por encima de todas las cosas deseábamos conocer:
hermana del espejismo y del eco.
Fue una virtud no quedarse,
seguir nuestro obstinado y heróico camino
buscándola en la cima del volcán,
entre hielo apretado o allí donde la pista se había borrado
más allá de la caverna de los siete durmientes:
cuya ancha y alta frente era tan blanca como la de cualquier leproso,
cuyos ojos eran azules, con labios como bayas de fresno,
y el cabello de miel ondulante cubriendo sus caderas blancas.
Una verde savia primaveral agitándose en el bosque joven
se prepara a celebrar a la Madre Montaña,
cada pájaro cantor trinará un rato para ella;
pero a nosotros se nos ha dado, aún en noviembre,
la estación más cruel, tal agudo sentido
de su magnificencia desnuda
que olvidamos la crueldad y la traición pasadas,
sin importarnos dónde puede caer el próximo rayo.
©Robert Graves
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