- ¿Podría dejar de hacer ese horrible ruido? - dijo la Tía Perla casi escupiendo la torta frita que devoraba ferozmente. - Es que tengo un ortodoncia recien hecha - contestó avergonzada la Abuela Petrona enseñando los premolares. - Si, bueno. Pero eso no es escusa para andar haciendo esos asqueroso ruidos. Después de todo yo no tengo la culpa de sus malformaciones - replicó la Tía Perla, para después seguir engullendo tortas. - Es que el café está muy caliente - siguió escusándose la Abuela Petrona. - No le haga caso abuela - intervino la Tota que escuchaba como por descuido la conversación - Venga que ya nos vamos.
La Tota acompañó a la Abuela hasta el extremo de la habitación, donde estaba ubicado el ataud del Abuelo Rogelio, no con demasiada facilidad, porque ya a esa hora de la noche el baile era casi tan alegre como frenético. Los parientes del difunto bailaban con los de la viuda, pero ellos no lo hacían con los anteriores, sino que preferían hacerlo entre ellos porque era una familia muy cerrada, y eso dificultaba las cosas para los parientes del difunto y para el paso de la Tota y la Abuela Petrona, que se metieron en el baile un ratito para no quedar como unas aburridas. A toda esta parentela se sumaban también los amigotes de las nietas del Abuelo Rogelio, que se acomodaban a un lado de los bailarines discutiendo cual de las tías tenía las tetas más grandes, tratando de sobornar a los mozos para obtener algún beneficio alcohólico y retandose mutuamente para ver quien se animaba a tocarle el culo a alguna de las tías. Finalmente, después de unos quince minutos, la Tota y la Abuela Petrona lograron atravezar el tumulto danzante, llegando hasta donde se encontraba el ataúd del Abuelo Rogelio. Junto a él: La Viuda; hirguiéndose con gesto solemne intentando esconder la emoción. La Abuela Petrona después de intercambiar algunas palabras con La Viuda, se abalanzó sobre el cajón dándole un abrazo, para después salir por la puerta principal seguida por la Tota, que aunque muy emocionada, no fué tan efuciba, sino que se limitó a besar tiernamente la tapa del cajón. La Tía Perla seguió con la mirada a las dos ancianas desde su asiento hasta que se perdieron de vista, reanudando su ataque gastronómico contra los pastelitos rellenos. La fiesta continuó hasta altas horas de la noche, las serpentinas cubrían por completo el suelo, la música estuvo bárbara, hubo espuma y hacia el final se repartieron gorritos, pitos y matracas, que las viejas hacían sonar alegremente al compás de la Bailanta. Tampoco faltó a la fiesta el coro de borrachines entonando una murgita y alguna que otra inolvidable retirada. Por supuesto que el Abuelo Rogelio no se mantuvo al margen del festjo, pues fue arrojado por los aires, junto con su cajón, ochenta y siete veces, a pesar de las negativas de la viuda que afirmaba que el abuelo no resistiría tanto ajetreo. No quiero olvidarme de la torta, que sin duda fué el momento más emotivo de la noche, porque el Abuelo Rogelio, que se había quedado acostado toda la fiesta, se levantó un ratito para dar gracias a todos por haber asistido, dejarse sacar fotos con los concurrentes y después escapándosele alguna lagrimita se volvió a acostar para seguir descansando.
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