Los dos fantasmas, uno azul y otro blanco, se encontraron
frente a la caverna consabida. Se saludaron en silencio y
avanzaron un buen trecho, sin pisarse las sábanas, cada uno
sumido en sus cavilaciones. Era una noche neblinosa, no se
distinguían árboles y muros, pero allá arriba, muy arriba
estaba la luna.
Es curioso, dijo de pronto el fantasma blanco, es curioso
cómo el cuerpo ya no se acuerda de uno. Por suerte, porque
cuando uno se acordaba era para que sufriésemos.
¿Sufriste mucho?, preguntó el fantasma azul.
Bastante. Hasta que lo perdí de vista, mi cuerpo tenía
quemaduras de cigarrillos en la espalda, le faltaban tres
dientes que le habían sido arrancados sin anestesia, no se
habían olvidado cuando le metían la cabeza en una pileta de
orina y excremento, y sobre todo se miraba de vez en
cuando sus testículos.
Oh-fue la única sílaba que pronunció o pensó o suspiró el
fantasma azul.
¿Y vos?- preguntó a su vez el otro.¿También tu cuerpo te
transmitía sufrimientos?
No tanto mi cuerpo sino el de los otros.
¿De otros? ¿Acaso eras médico?
No precisamente. Yo era el verdugo.
El fantasma blanco recordó que allá arriba, muy arriba, allá
estaba la luna. La miró sólo porque tenía necesidad de
encandilarse. Pero la luna no es el sol.
Con una punta de su sábana impoluta se limpió la brizna
de odio. Luego se alejó, flotando, blanquísimo en la niebla
protectora, en busca de algún Dios o de la nada.
Mario Benedetti