La oscuridad de la noche se amontonaba entre los árboles del monte cercano, mientras el campo, la
laguna y los pescadores, eran bañados por la claridad de la luna.
Sandro y Antonio, sentados al lado del fogón, en la orilla de la laguna, sorbían café de a pequeños
tragos, la vista fija en las líneas de los aparejos que se perdían en el agua.
El reflejo de la luna estaba casi inmóvil en la superficie tranquila del agua. A veces algún pez
saltaba fuera del agua, o “picaba” la superficie, y el reflejo de la luna ondulaba, luego volvía la calma.
La laguna era alargada, como si fuera un tramo seccionado de un arroyo, y mayormente estaba
rodeada de juncos encorvados que por momentos se mecían lentamente.
El silencio domina las noches en el campo, y como ninguno de los dos era muy conversador,
el silencio circundante sólo era interrumpido por el crepitar del fogón, que lanzaba chispas al cielo.
Frente a ellos, tras la laguna, había una franja de campo, y más allá, donde terminaba ésta, comenzaba
la negrura del monte, y se extendía hacia los lados hasta que se perdía de vista.
A sus espaldas, una pradera monótona se alargaba hasta la falda de unos cerros lejanos.
Antonio dejó la taza a un costado del fuego y se limpió la boca con la manga del abrigo, y al hacerlo