La heroína que salvó a 2.500 niños
La historia de Irena Sendler está repleta de heroísmo con
proporciones casi míticas. Sin embargo, ha estado extraviada entre los
pliegues del tiempo durante más de medio siglo. Desconocida y oculta de
manera inexplicable para la mayoría de la gente, como un tesoro antiguo
esperando a ser descubierto. Pero las luces de Hollywood se proponen
ahora que todo el mundo conozca la vida de esta trabajadora social
polaca, que durante la ocupación alemana de su país salvó la vida de
2.500 niños judíos, sacándolos a escondidas del gueto de Varsovia frente
a las mismísimas narices de las tropas nazis. Si tomamos como
referencia La lista de Schindler, donde Steven Spielberg contó la vida
de Oscar Schindler, el industrial alemán que evitó la muerte de 1.000
judíos en los campos de concentración, el éxito de la producción
cinematográfica parece asegurado. El filme de Spielberg, aclamado por la
crítica, consiguió siete Oscar en 1993.
Mientras la figura de Oscar Schindler era aclamada por medio mundo,
Irena Sendler seguía siendo una heroína desconocida fuera de Polonia y
apenas reconocida en su país por algunos historiadores, ya que los años
de oscurantismo comunista habían borrado su hazaña de los libros de
historia oficiales. «Además, ella nunca contó a nadie nada de su vida
durante la II Guerra Mundial, era muy discreta y se limitaba a hacer su
trabajo y a ayudar a la gente», explica Anna Mieszkwoska, autora de la
biografía de Irena, La madre de los niños del Holocausto.
Sin embargo, en 1999, su historia empezó a conocerse. Y fue,
curiosamente, gracias a un grupo de alumnos de un instituto americano de
Pittsburg (Kansas) y a su trabajo de final de curso sobre los héroes
del Holocausto. En su investigación dieron con algunas referencias sobre
Irena Sendler en revistas especializadas y con un dato asombroso: había
salvado la vida de 2.500 niños. «¿Cómo es posible que apenas haya
información sobre una persona así?», se preguntaron entonces los
estudiantes, cuya curiosidad crecía según encontraban más datos y
testimonios.
Pero la gran sorpresa llegó cuando, tras buscar el emplazamiento
de la tumba de Irena, descubrieron que no existía porque ella aún vivía
y, de hecho, todavía vive. Hoy es una anciana de 97 años que reside en
un asilo del centro de Varsovia, en una habitación luminosa donde nunca
faltan los ramos de flores y las tarjetas de agradecimiento, que llegan
diariamente desde todo el mundo.
Secuelas de las torturas. «Tenga cuidado, el que visita a mi
madre acaba llorando», me advierte con una sonrisa Janina, la hija de
Irena, antes de que entre a saludar a su madre. Dejo mi ramo de flores
junto a su mesita de noche y paso los primeros cinco minutos de mi vida
junto a una heroína de carne y hueso. «Yo no hice nada especial, sólo
hice lo que debía, nada más», dice irritada con un hilillo de voz que se
escapa a través de la ventana. Irena apenas existe físicamente, lleva
años encadenada a su silla de ruedas, en parte debido a las lesiones que
arrastra tras las torturas a las que fue sometida por la Gestapo
durante la guerra, cuando descubrieron que sacaba escondidos a niños
judíos del gueto. «Le rompieron los pies y las piernas, pero no lograron
que les revelase el paradero de los niños que había escondido ni la
identidad de sus colaboradores» , explica la biógrafa.
Irena Sendler fue siempre una mujer de
gran coraje, muy influida por su padre, un médico rural que murió cuando
ella tenía sólo 7 años. De él siempre recordaría dos reglas que siguió a
rajatabla a lo largo de toda su vida. La primera: que a la gente se la
divide entre buenos y malos sólo por sus actos, no por sus posesiones
materiales; y la segunda: a ayudar siempre a quien lo necesitase.
Así la pequeña Irena se hizo mayor y comenzó a trabajar en los
servicios sociales del ayuntamiento de Varsovia, al tiempo que se unía
al Partido Socialista Polaco. Corrían los años 30 y destacaba en los
proyectos de ayuda a pobres, huérfanos y ancianos. «Ella era de
izquierdas, sí, pero de una izquierda que ya no existe, preocupada por
las personas y por su bienestar», apunta su biógrafa, quien asegura que a
pesar de ello siempre se situó bastante lejos de la política activa.
En 1939 Alemania invadió Polonia y el trabajo de Irena se hizo
más necesario en los comedores sociales, donde también se entregaban
ropas y dinero a las familias judías, inscribiéndolas con nombres
católicos falsos para evitar las suspicacias de los soldados alemanes.
Pero todo cambió en 1942, cuando las deportaciones se hicieron
más frecuentes y los nazis encerraron a todos los judíos de Varsovia,
unos 400.000, en un área acotada de la ciudad y rodeada por un muro. El
gueto fue la tumba para miles y miles de personas, que morían
diariamente por inanición o enfermedades. Irena estaba horrorizada y,
como muchos polacos, decidió que había que actuar para evitar la
barbarie que asolaba las calles de la capital. Consiguió un pase del
departamento de Control Epidemiológico de Varsovia para poder acceder al
gueto de forma legal», explica Anna. Allí entraba diariamente a llevar
comida y medicinas, «siempre portando un brazalete con una estrella de
David como símbolo de solidaridad y para no llamar la atención de los
nazis».
Una vez dentro, la joven trabajadora social entendió que el
objetivo del gueto era la muerte de todos los judíos y que era urgente
sacar al menos a los niños más pequeños para que tuviesen la oportunidad
de sobrevivir. Fue así como comenzó a evacuarlos de todas las formas
imaginables. Dentro de ataúdes, en cajas de herramientas, entre restos
de basura, como enfermos de males muy contagiosos…, cualquier sistema
era válido si conseguía sacar a los pequeños del infierno. Otra manera
era a través de una iglesia con dos accesos, uno al gueto y otro secreto
al exterior. Los niños entraban como judíos y salían al otro lado
bendecidos como nuevos católicos.
La actividad de Irena era frenética, igual que el riesgo diario a
ser descubierta por los soldados alemanes. «No hice todo lo que pude,
podría haber hecho más, mucho más y haber salvado así a más niños»,
sigue lamentándose hoy día.
Separar a los hijos. Irena aún recuerda con amargura los momentos
en que tenía que separar a los padres de los hijos. Sabían que nunca
más se volverían a ver y la arrinconaban entonces con preguntas y deseos
de condenado. «Por favor, asegúrame que vivirá, que tendrá un buen
hogar», insistían las madres, presas de la desesperación entre los
llantos de sus hijos. «Ella también era madre y sentía ese dolor tan
profundo como si fuese suyo, de hecho todavía lo siente y sufre con esos
recuerdos», afirma Anna Mieszkwoska.
Pero, ¿qué impulsaba a una joven madre como Irena a arriesgarse
de esa manera? ¿Por qué lo hacía? «Se lo he preguntado cientos de veces.
Ella simplemente lo hacía porque tiene un corazón inmenso, no hay nada
más», explica su biógrafa, quien asegura que ni siquiera existían
motivaciones políticas o religiosas.
Una vez fuera del horror, era necesario elaborar documentos
falsos para los niños, darles nombres católicos y trasladarlos a un
lugar seguro, normalmente monasterios y conventos, donde los religiosos
siempre tenían las puertas abiertas para los niños del Gueto.
Irena apuntaba entonces en pedazos de papel las verdaderas
identidades de los pequeños y sus nuevas ubicaciones, y luego enterraba
las notas dentro de botes y frascos de conserva bajo un gran manzano en
el jardín de su vecino, frente a los barracones de los soldados
alemanes. Allí aguardó, sin que nadie lo sospechase, el pasado de los
2.500 niños de Gueto hasta que los nazis se marcharon.
Ni siquiera las torturas de la Gestapo lograron que revelase
jamás el lugar en el que estaban ocultos ni las personas que colaboraban
con ella. Tampoco los meses que pasó en la terrorífica prisión de
Pawlak, bajo el atento cuidado de los carceleros alemanes, quebraron su
silencio. No dijo ni una palabra cuando la condenaron a muerte, una
sentencia que nunca se cumplió porque, camino del lugar de ejecución, el
soldado la dejó escapar. La resistencia le había sobornado. No podían
permitir que Irena muriese con el secreto de la ubicación de los niños.
Así fue como pasó a la clandestinidad y, aunque oficialmente figuraba
como ejecutada, en realidad permaneció escondida hasta el final de la
guerra participando activamente en la resistencia.
Con el final del conflicto se desenterraron los 2.500 botes
escondidos bajo el manzano, y los 2.500 niños rescatados del gueto
recuperaron sus identidades olvidadas. La gran mayoría había perdido a
sus padres, así que muchos fueron enviados con otros familiares o se
quedaron con familias polacas, pero todos conservaron a lo largo de su
vida un agradecimiento infinito a Irena Sendler. Tras los nazis llegó el
comunismo y la aventura de Irena quedó olvidada entre las nuevas
doctrinas. Ella, que ya tenía dos hijos, volvió a ser trabajadora social
y a su vida tranquila, sólo truncada por las pintadas, en la puerta de
su apartamento, en las que le acusaban con necedad de ser «amiga de los
judíos» o la llamaban la «madre de judíos». Ella callaba y nunca contaba
nada de su pasado «por una mezcla de modestia y de temor a que le
pudiera acarrear algún problema, comenta su hija, Janina, quien asegura
que aún hoy mantiene secretos y vive como si estuviese en medio de una
oscura conspiración.
Cuando en 1999 los estudiantes de Kansas se toparon con su
historia, se quedaron estupefactos. Estaban frente a una auténtica
heroína prácticamente desconocida, así que decidieron escribir una obra
de teatro sobre ella. Se escenificó en iglesias y salones sociales de la
comarca, asombrando y emocionando a todos los que tuvieron la
oportunidad de verla. Uno de estos asistentes fue un profesor judío
quien, impresionado, ayudó a los escolares a cumplir su deseo: ir a
verla a Varsovia y agradecerle lo que había hecho por la Humanidad. Les
dio un cheque de 7.000 dólares y les hizo una petición: «Contadme todo
con pelos y señales a vuestra vuelta».
A partir de ese momento los reconocimientos y las visitas fueron
aumentando considerablemente. La llegada de periodistas extranjeros, los
cumplidos oficiales, agradecimientos de todo el mundo, las visitas
desde Hollywood y, finalmente, la nominación para el premio Nobel,
propuesta hace unos meses por el presidente polaco Lech Kaczynski con el
apoyo de la Organización de Supervivientes del Holocausto.
Mientras, todos se preguntan cómo es posible que esta historia
haya permanecido tantos años en el olvido y oculta, pese a las veces que
se ha tratado el tema del Holocausto y de las personas que lo
protagonizaron. Incluso sus amigas le recriminaban que nunca les contara
nada sobre su heroísmo y sus azañas de juventud. Sin embargo, ella
sigue sonriendo en su silla de ruedas y enfadándose cuando alguien se
atreve a decir que es una heroína. Porque Irena Sendler no es una
heroína, sólo se limitó a cumplir con su deber.