Tengo una abuela centenaria que teje con sus manos colchas,
vestidos, cortinas, paños mientras, sin hablar, enseña el arte
de tejer la vida: cada cierto tiempo escoge una muestra de
entre todas las que componen su lata de labor, la estudia, toma
el hilo y teje con la mano derecha mientras con la mano izquierda
cuenta hebras. En su danza de dedos une las órdenes de su cabeza
y de su corazón sin perder de vista su objetivo. Mi abuela abre
bien su ventana para que entre la luz, mira a través de los ojos
del alma la lana sin hilar y en ella adivina lo que ya existe
dentro de ella para proteger a los suyos del frío del corazón.
Es al contemplarla cuando me doy cuenta que aunque durante
miles de años bajo la sociedad patriarcal el alma de la mujer durmió,
se silenció y sufrió la profunda herida que yo misma he heredado;
el hilo invisible de memoria mantuvo viva la sabiduría femenina
más allá de la mente, justo en el centro del corazón. Por eso
la mujer se rompe cuando se aleja de lo que realmente importa.
La tejedora del alma está presente en los cuentos de todas las
sociedades ancestrales, y ha pervivido en la memoria como el genio
dentro de la lámpara. ¿Recuerdas? la lámpara del cuento hay
que saber frotarla para que el genio pueda revelarse; eso enseña la
vida y la tierra.
Elena Garcia Quevedo
-Itaca-
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