
Se había corrido la voz por los pueblos colindantes que a treinta kilómetros se necesitaban jornaleros para el campo y mujeres para ayudar en las labores de la casa.
Con el beneplácito de mis padres, una sensación de angustia en el estómago, una maletita con lo imprescindible y unos globos de colores que mis hermanos pequeños habían tenido el detalle de regalarme, emprendí el camino hacia mi nueva vida.
En el momento del abrazo de despedida le dije a mi madre que me resultaba ridículo el hecho de portar los globos y que quería dejarlos en casa.
Mi madre, cogiéndome la cara entre sus manos y mirándome fijamente a los ojos me dijo:
-¡Llévalos, cariño mío! Te serán de utilidad, tienes mucho camino que recorrer y en cada pueblo que pares acércate a un niño y regálale un globo porque quien se gana a un niño se gana a sus padres.
Y, efectivamente, mi madre tenía razón. En cada pueblo al que llegaba salía un “peque” a recibirme porque los globos de colores llamaban su atención e iba corriendo a casa para gritar exaltado que una forastera le había hecho un regalo. Los padres en agradecimiento me invitaban a comer en su casa o me ofrecían un sofá o una cama donde pasar la noche.
Llegué a mi destino sin globos, con el ánimo henchido de gozo y el dinero que me había dado mi padre para imprevistos, prácticamente intacto.
Comencé a trabajar de inmediato y enviaba a casa casi todo lo que ganaba. En cierta ocasión me preguntó la dueña del lugar en el que trabajaba:
-¿Qué te trajo hasta aquí?
Respondí sin dilación:
-La necesidad, el amor de mi familia y...¡Varios globos!

