Hay una serie de televisión, House of Cards, que cuenta la historia de Frank Underwood, un amoral político demócrata que llega a convertirse en presidente de Estados Unidos. La serie es Shakespeare puro, en realidad es Macbeth, con Underwood y su pérfida esposa representando al barón de Cawdor y a Lady Macbeth. La ambición de la pareja es como la lava: abrasa y derrite cuanto toca y no para nunca de avanzar, caiga quien caiga. De hecho, en su afán de alcanzar la Casa Blanca, Underwood ha llegado (por dos veces) al asesinato. Pero, una vez instalado en el Despacho Oval, el tipo inventa compasivos planes sociales de empleo, en primer lugar para mantenerse en el poder, pero también para pasar a la historia con una luz favorable. Pese a todo su cinismo y su pragmatismo, se gusta mucho a sí mismo. Ahora que lo pienso, me temo que Shakespeare era demasiado optimista en su visión del ser humano; Macbeth está perseguido por los fantasmas ensangrentados de sus muertos, Lady Macbeth acaba por suicidarse… Tienen remordimientos. Los criminales de hoy, en cambio, disfrutan sin complejos de su maldad y se regodean plácidamente en sus vidas negras.
La ausencia de culpa, eso es lo más aterrador, lo más patológico. Eso es lo que hace que House of Cards sea espeluznante. El remordimiento no está de moda, desde luego, y por eso pasa lo que pasa, desde los papeles de Panamá hasta todas las demás tropelías de los facinerosos. Nadie se siente ni una pizca mal, nadie se hace responsable de sus propios desmanes, nadie se avergüenza. La única norma que parece seguir en pie en esta sociedad es la de acaparar lo más posible en el menor tiempo. Y total, ¿para qué? ¿Para ser los más ricos del cementerio? El poder (y el dinero es poder) es una droga y la vida humana es un delirio.
Rosa Montero