EL PERRO DE LA CALLE
El casi extinto pelaje con que contaba el solitario perro callejero lo exponía noche tras noche a las inclemencias de un clima congelante. El daño provocado en sus atrofiados músculos no le permitía afrontar su día a día debido a los dolores intensos y su alto grado de desnutrición que lo mantenía apenas pegado a los huesos.
El perro buscó con la poca fuerza que su cuerpo le permitía en un bote de basura esperando encontrar cualquier sobra que lo mantuviera en pie, con un movimiento de su hocico logró derribar el oxidado receptáculo de metal y tibiamente con sus patas hurgó dentro de los desechos. La gente suele pensar que los perros no segregan torrentes de lágrimas al encontrarse deprimidos pero el perro de la calle lo hizo al encontrar en el fondo del sucio envase un trozo de carne rancia impregnada a un mohoso pan. Fue el mejor bocado que pudo probar en semanas.
Los apenas perceptibles movimientos de su delgada cola no denotaban necesariamente un estado de felicidad, sencillamente representaba el impulso, el incipiente ánimo necesario para transitar con su parsimonioso paso las calles de una selva de concreto que de antemano sabía tenía poco o nada que ofrecerle. No obstante, una vez acabado de engullir el residuo de carne emprendió un camino sin rumbo.
La idea de mecanizar paso tras paso hacia la nada esperando armar un rompecabezas en el que no coinciden la mayoría de las piezas significó para el perro de la calle un nuevo quebranto que le aterrorizaba al no saber que encontrar a cada vuelta de la esquina, pero al menos su perene estado de abatimiento que lo obligó por semanas a casi consumirse al yacer inmóvil postrado en un lúgubre rincón despojado de vida no se apoderaron por unos cortos minutos de su voluntad. Recorrió primero cien metros, luego otros seiscientos hasta caer exhausto pocos metros antes de llegar al centro de una de las plazas principales de la ciudad. Giró su cabeza con dificultad hacia la banqueta en donde se encontraba un restaurante al aire libre, acomodados en sillas y mesas multicolores los comensales reían y se pavoneaban inflando sus estómagos con exageradas cantidades de comida y bebida.
Un pequeño niño de cuatro años notó la presencia del perro de la calle, esperando que nadie lo observara tomó un pedazo de pastel de chocolate, proyecto una sonrisa que se entrecruzó con la mirada del perro y lo arrojó al piso. El perro levantó la cabeza y con esfuerzo logró levantarse, camino seis pasos hacia el pastel y lo comió. Con gran emoción el niño saltó de la silla, se acercó al perro, le acarició con sus pequeñas manos el mugriento lomo y le besó la cabeza.
Los padres del pequeño corrieron hacia donde se encontraba el niño al percatarse que el perro se acurrucaba a él mientras abría su hocico que pretendía agradecer al sacar la lengua para besarlo en repetidas ocasiones, pero no le fue posible ya que un mesero, que también notó el percance se arrimó presuroso y con exceso de violencia abatió con una contundente patada al pobre callejero quien chilló y se alejó impulsado por el instinto de supervivencia que la adrenalina le generó.
Al desvanecerse el efecto de la adrenalina el perro de la calle notó que se encontraba a las afueras de la ciudad, deseaba desesperadamente encontrar un sitio para descansar y el granero de una granja pareció el más adecuado para ello. Avanzó y se adentró en el granero, halló un montón de paja pero al proponerse echar en ella aparecieron dos enormes perros que lo atacaron sorpresivamente, uno de ellos descargó salvajemente una serie de mordidas que le causaron heridas en una de sus patas, el vientre y otras en el rostro arrancaron de raíz tanto su nariz, las dos orejas y uno de sus ojos mientras que el segundo perro clavó fulminantemente sus mandíbulas en el cuello del perro de la calle provocándole una lesión mortal.
Por instinto de supervivencia el perro de la calle evadió a sus atacantes, escapó del granero y con sus últimas fuerzas se dirigió bajo la sombra del único árbol que le podría proporcionar un poco de sombra. La sangre brotaba profusamente de su cuello, desesperadamente intentaba jalar oxígeno pero no lo logró. Su visión se diluía rápidamente. Antes de perder la conciencia el perro de la calle recordó la sonrisa del niño quien le ofreció su postre favorito acompañado de la única sonrisa amorosa que el perro de la calle recibió durante toda su vida. Cerró lentamente los parpados, dio el más profundo de sus respiros, saboreó el recuerdo del pastel, durmió plácidamente bajo la sombra del árbol y no volvió a despertar.
Iván Alatorre Orozco