Mientras tomaba su té, cantaba por lo bajo una canción de Edith Piaf.
Vestida a lo Greta Garbo yo me observaba en el espejo con marco de plata de la pared y esperaba
que el espejo me mirara fijamente para empezar a delinear un grabado artístico sobre mis grandes párpados.
Después de tomar su té, Mario se sentó al piano. Insistía en el opus 67 de Ludwig van Beethoven en vano.
No conseguía liberar el espíritu del genial compositor perseguido,
quizás, por los ratones de aquella vieja caja de cuerdas y macillos forrados con fieltro.
Un último sol de oro, el sol crepuscular,
intentaba levantar el ánimo de la tarde,
posándose sobre las rosas amarillas de los canteros de mi jardín;
el aliento rojizo del astro se entremezclaba con el chorro de agua que salía de las fauces de un hierático
león por cuyas melenas trajinaban lagartijas amarillas. Y verdosas. De golpe, el sol se desplomó.
Había oscurecido. Mario bajó la tapa del piano. Pero ya no era él. Había muerto.
A lo lejos se escuchaba el triste piar de un pájaro gris con capucha negra.
No recuerdo qué ocurrió luego, sólo sé que semanas después,
cuando el viento soplaba con fuerza en las calles y hacía rechinar el portón, yo me encontraba
contando las gotas medicinales preparadas por el doctor Vázquez,
que revolvía en mi té de tilo, y en mi otro té,
una infusión de flor de azahar, milagrosos, al decir de las lenguas,
para los nervios destrozados.
El perro se me volvió tristón. No movía la cola como antes, cuando le decía que se veía fortachón,
y le pasaba -suavemente- mis manos por su pelaje gris. Nos mirábamos,
y cómo nos comprendíamos. Era esa melancolía,
de cuando se trata inútilmente de matar moscas sobre la mesa,
la que consumía mis huesos.
Un día Mario vino a casa. Caí semi-desvanecida sobre la alfombra.
– ¿Pero cómo has hecho? -le pregunté.
– Ah…, creí que tú lo sabías mejor que yo.
Me has invocado, Margarita.
No has hecho más que llorar y dejar la marca de tu boca pintada en el espejo de la sala,
que era tu manera de besarme y manchar mi camisa. No pude resistir…
Suspiré. Las aves de los árboles se entremezclaban bulliciosamente.
– Se quedaron con la propiedad de San Telmo mis hermanos María y Alberto,
de modo que tendré que vivir aquí, por un tiempo. Dormiré en el sofá. Y ahora haré un café especial,
bien batido, para los dos -comentó animado.
Me sentí asombrada al escucharlo resolver con tanta simplicidad su muerte y su permanencia en mi casa.
Cada noche, cuando me levantaba para asegurarme de que las barretas cilíndricas de hierro estaban bien corridas,
lo encontraba escribiendo con entusiasmo.
¿Qué podría escribir un hombre muerto?
Me figuraba que tendría poco apetito. Sin embargo todas las mañanas
se servía un tazón de leche de cabra acompañado con rosquillas untadas con dulce de higos.
Como a las nueve y media tomaba dos o tres tazas de café. Almorzaba en una pieza, que funcionaba como ático.
Un almuerzo importante, imperial, que superaba las condiciones de mi sucia y estropeada libreta de almacén:
tortillas de arroz con una guarnición de ensalada griega,
y encima un café espeso y caliente. Al principio no me incomodó que dejara los cubiertos sucios en el lavadero,
y que la leche hervida se añadiera como costra a la mesa de la cocina.
Pero luego me fastidiaron, me fueron saturando, tantas cáscaras de huevos,
tanta sal esparcida sobre la mesa, como si fuera a propósito, tantas semillas
de cítricos arrojadas fuera del basurero, que atraían a las cucarachas,
las cuales, una vez reventadas por mis zapatillazos,
atraían a su vez a las hormigas.
Me hallaba disgustada.
Muchas, tantas cosas no funcionaban bien en nuestra relación.
Además había empezado a beber y me trataba con violencia cuando el whisky se le subía a la cabeza.
Mario era el menos interesado en encarar con juicio y sentido común los permanentes requerimientos que le hacía.
– Pero es que ya no puedo.
¿Me entiendes? Me he cansado de lavar los platos sucios.
¡Estoy hasta las narices!
-Le grité mientras bajaba una tarde de fina llovizna sobre los bulbos de los crisantemos del patio.
El viernes 23, a la noche,
al levantarme para asegurarme de que los cerrojos estuviesen corridos, no lo encontré.
Desapareció.
Se hizo humo.
Ya no está más.
Quisiera sentirme en paz, considerar
la idea de enamorarme nuevamente y de comprar helados
de higos y de frutillas para tomarlos mientras miro la tele.
Pero los hombres, cuando ya no los quieres, siempre vuelven
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