RISAS EN LAS SOMBRAS
Abrí los ojos. La penumbra y el olor a putrefacción fue lo primero lo que percibí. Por un momento, no supe en donde me encontraba; pero lo recordé. La estúpida mazmorra en donde me habían encerrado a petición mía. La sed era insoportable. Las ratas iban de un lado a otro; esperando a que sus compañeras muriesen para saltarles encima para calmar su hambre de carne. Pero su sangre era lo que importaba. Ese fluido carmín tan tentador y cálido; un verdadero placer. Un acto barbárico pero tan complacedor su fácil obtención. Un motín de caza magnífico y sublime.
- ¡No! Olvídalo piensa en otra cosa -me gritaba a mi misma. Desesperación. Angustia. Dolor.
- Olvídalo, olvídalo todo-. Pero no; su sabor, su calor.
¿Cuánto tiempo había dormido? ¿Hace cuánto no bebía una sola gota, sin desesperarme y matar a la primera cosa que se me acercara?. Debían de ser casi las 9:00 pm. QuÉ importaba; no saldría de ese lugar asqueroso aunque quisiera. No porque no pudiera hacer añicos los desvencijados barrotes, sino porque tenía que probar cuál era el verdadero alcance de mi voluntad y paciencia. Tal vez por la simple idea de estar atrapada pero saber como salir y sin embargo no hacerlo. Tal vez por esperar a que el confiado profesor Athur fuese a verme para “curarme de mi demencia”. Tal vez por hacerle la vida miserable a McGregor. La verdad era que no lo sabía con certeza. ¿Raro? Claro que no. Después de veinte años vagando sin rumbo y cuatro de aislamiento en una pocilga como aquella hace que la noción que tienes de lo que conoces cambie progresivamente; o simplemente tenga un sentido distinto; deja de tenerlo o no quieras entenderlo -comúnmente quieres olvidarlo-. En todo caso, tuve la misma existencia como cualquiera en mi mismo estado -si se le pudiera llamar de esa forma- aunque algo obsesivamente conservadora o patética para ojos de los otros más “fanáticos”. Ahora ni siquiera pruebo gota alguna.
Observé el ya conocido lugar. Suelo y paredes de piedra macizas y húmedas, con naciente maleza en sus abundantes grietas; ese olor asqueroso a putrefacción llenaba todo; y los famélicos y hambrientos roedores pululaban por doquier, reunidos a montones cerca de los cadáveres de las otras, saliendo de sus madrigueras como insectos, con esos negros ojos brillantes y saltones mirándome, abalanzándose encima de mí, pero en el último momento sólo bastaba azotarlas con mi brazo para despedazar sus cuerpos contra las paredes; ya no me importaba qué caminara a mi alrededor.
Según lo que sabía, el sitio había sido en un tiempo usado durante la Edad Media como cárcel y cámara de torturas para malhechores y asesinos, a veces inocentes. Una estancia circular, techo, paredes y suelo arqueados, éste último con una abertura en el centro, tapada con barrotes, al igual que en las paredes a manera de celdas. Todo el “conjunto” ubicado a seis metros bajo la superficie; en un extremo, la única salida daba a unas escaleras al exterior.
Estar allí me hacía sentir como pudieron haberlo experimentado esos hombres, atrapados, sin posibilidades de escape alguno, esperando el trágico final de sus desgraciadas vidas; la muerte se convertiría en su único alivio después de todo ese sufrimiento. Yo lo llamaría suerte. Pensaba que tal vez de esa forma pagaría por lo que había hecho, como lo hicieron ellos.
Pero era un verdadero aburrimiento, me la pasaba observando el vacío o leyendo los pocos libros que había traído conmigo, de casi mil páginas, ya leídos incontables de veces cada uno. Lo único entretenido que hacía a duras penas era leer las mentes de los empleados que me traían
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