Rosalinda se levantó aquella mañana con la misma ilusión
de cada día; tenía pensado entregar una falda y una blusa a
una clienta, y después de desayunar se dispuso a sacar los
hilvanes de hilo azul a las prendas que debía entregar; y
encendió el televisor para escuchar el noticiero del mediodía.
Y mientras iba dándole a aquella falda los últimos acabados,
escuchó una noticia que la dejó petrificada:
“Esta mañana fue
hallado el cuerpo sin vida de la hacendada María Eugenia Paulet,
en su casa en las afueras de la capital. El cadáver mostraba
heridas punzo cortantes a la altura del corazón, lo que habría
ocasionado su deceso. Se sabe que la acaudalada dama era dueña
de una cuantiosa fortuna, por lo que se presume que el móvil
del crimen haya sido el robo. Hasta estos instantes se tiene por
supuesto culpable al mayordomo de la casa de nombre
Victor Lara…,ya que se han hallado sus huellas digitales en
el arma homicida, como así mismo, ropas del supuesto
homicida con rastros de sangre de la fallecida. Más detalles
de ésta y otras noticias en el noticiero de las 8:00 p.m.”
Rosalinda, dejó caer sus brazos en actitud de abatimiento.
Sus ojos se llenaron de lágrimas, pues no podía creer lo que
había escuchado. ¡El nombre de su Victor ligado a un hecho
tan espeluznante! Por causa de algunas “pruebas fehacientes”,
como el arma homicida con las huellas dactilares del mayordomo
de nuestra historia, y aquellas ropas con rastros de sangre
que Victor se cambió apresuradamente, el joven novio estaba
en graves aprietos. Fue llevado a la carceleta del Palacio de
Justicia. Allí pasó las horas más lóbregas de su vida. Fue
torturado y mezclado con delincuentes avezados, todos
amontonados en una misma celda. Dos días después con
el rostro desencajado y macilento fue conducido a un penal
para reos primarios.
Victor carecía del suficiente dinero para solicitar la defensa
de un buen abogado, así que tuvo que optar por un abogado
de oficio, que se ofreció para ayudarlo.
En una lúgubre calle del cono norte de la ciudad, mientras
un inocente era injustamente castigado, dos asesinos festejaban
su fechoría, riendo y libando licor. –“Esta si que la hicimos bien”.-
decía uno de ellos. Mientras el otro le respondía: -“Gracias
a la seño….que nos pasó el dato, pudimos hacer nuestro trabajo.”-
(La seño….a la que se referían, era la cocinera de la fallecida
hacendada). Recordemos que sospechosamente esta mujer había
pedido permiso, aquel fatídico martes, para ausentarse de
la casona. La cocinera, agazapada en la sombra de aquel cuarto
miserable, observaba, escuchando lo que sus cómplices decían,
a lo cual ella agregó: -“No se olviden chicos que después de
vender las joyas, tienen que darme mi parte.”-
-“Si vieja….(le contestaron entre risas)…no nos vamos a olvidar de ti.”-
Pasaron muchos días, las hojas del almanaque fueron deslizándose
una a una, y se las fue llevando el viento. Hasta que pasaron
seis meses de aquella aciaga madrugada. Hacía tan sólo un mes
que le habían dictado sentencia al joven Victor.
Una mañana de invierno en un tribunal atestado de gente,
algunos de ellos curiosos, otros eran familiares de Victor,
dos jueces y un fiscal, y en medio de todos ellos, una frágil
paloma con su blanco luto en el corazón y los ojos arrasados
de lágrimas….era Rosalinda, la noviecita afligida, la de las
ilusiones truncadas, la del dolor macerado en desvelos…
de pie allí, frente a su amado, el cual tenía la barba crecida
y las ojeras profundas; más delgado que nunca, se consumía
en la angustia de la espera, hasta que después de un breve
silencio, se escuchó la voz pausada del fiscal….y una frase
que traspasó dos jóvenes almas, que desangró dos humildes
corazones que se amaban: “¡ Y se le condena a Victor Lara a
32 años de prisión, por asesinar con premeditación, alevosía
y ventaja, a su víctima, la hacendada doña María Eugenia
Paulet !”
Rosalinda se desvaneció en la banca donde estaba sentada.
Algunas personas compasivas la levantaron, y le daban
aire, agitando sus manos sobre su rostro.
Luego todo pasó muy rápido. El joven reo fue llevado a su
celda. Y los días siguieron uno tras otro. Una tarde de Agosto,
se encontraban los dos novios almorzando juntos en su
rinconcito del penal, en una de las visitas femeninas que se hacía
semanalmente. Ambos, una semana anterior habían acordado
terminar con aquel suplicio, ya que a Victor le habían anunciado
que sería trasladado a una prisión de una lejana provincia.
Sabían que no podrían soportar una separación definitiva,
que no iban a asumir un dolor que iría más allá de sus fuerzas.
Rosalinda pudo pasar aquella mañana el control de la policía
sin ningún problema, nadie se percató de lo que ella traía
oculto en uno de sus zapatos. Fue a la hora de almuerzo,
cuando el pabellón “B” se encontraba atestado de visitas. Habían
niños, habían madres y esposas, algunas reían, otras lloraban.
Y de pronto Rosalinda sacó un diminuto frasco de su calzado,
y vertió el contenido en los vasos de limonada que Victor y ella
estaban tomando. Ambos apuraron aquel cáliz de muerte
de un solo sorbo. Enseguida se abrazaron llorando. Y aquella
pócima en breves instantes empezó a hacer efecto en esos dos
cuerpos que se amaron. Se escucharon luego sus gritos y
gemidos de dolor, y los presos que se encontraban en el patio
dieron aviso a los gendarmes que custodiaban las celdas.
Llegaron dos policías con prontitud; y después de unos
minutos de forzar las rejas, éstas cedieron; y vieron un cuadro
terrible: Dos jóvenes en agonía, echando espumarajos por
sus bocas, así abrazados, se fueron camino de la
eternidad; ya nada podría separarlos.
Hallaron luego debajo de la almohada de Victor un sobre
amarillo, que parecía contener una carta escrita con su puño
y letra; iba dirigida al director de la cárcel, y empezaba con
las siguientes palabras: “Juro por mi propia vida, y por
Rosalinda, la mujer que mi corazón ama, que ustedes han
cometido conmigo una injusticia muy grave….”
Manuela llevaba días masticando rencores en la nueva casa
donde le habían dado trabajo de cocinera. Y es que no se podía
sacar de la mente, las falsas promesas que aquellos bravucones
le hicieran. Los delincuentes que perpetraron el robo y el
crimen en la vetusta casa de la hacendada, no habían cumplido
con darle su recompensa a la amargada cocinera. Y ésta
lejos de resignarse, decidió vengarse de aquellos burladores;
y un fin de semana salió de su empleo resuelta a denunciar
aquel crimen ocurrido en la hacienda. Manuela era una mujer
del vulgo, totalmente desprovista de algún rastro de
inteligencia; era más bien una persona bestializada; con mucha
amargura en el alma y una buena dosis de frialdad. Y así
en ese estado en que se hallaba, llena de ira y deseos de venganza,
se acercó al primer puesto policial que encontró en la ciudad;
y relató con lujo de detalles como fue que ella les pasó la
voz a esos asesinos, para facilitarles la entrada a la casa
de la hacienda; las señales que les dio a los malhechores
de la ventana entreabierta, del cofre con las alhajas de
su patrona, del mayordomo jovencito y muy delgado, que
dormía en la planta baja, etc. Y finalmente les dio a las
autoridades las señas y domicilios donde podían ser
encontrados los peligrosos maleantes. Desde ese día ya
han transcurrido tres meses. Y hoy al fin a esos dos mustios
novios, se les ha hecho justicia.
Publicado por Ingrid Zetterberg