El pan de cristo
Al cabo de meses de encontrarse sin trabajo, se vio obligado a recurrir a la mendicidad para sobrevivir, cosa que detestaba profundamente. Una fría tarde de invierno se encontraba en las inmediaciones de un club privado cuando observó a un hombre y su esposa que entraban al mismo. Él le pidió al hombre unas monedas para poder comprarse algo de comer. Lo siento, amigo, pero no tengo nada de cambio -replicó éste. La mujer, que oyó la conversación, preguntó: ¿Qué quería ese pobre hombre? Dinero para una comida. Dijo que tenía hambre -respondió su marido. ¡Lorenzo, no podemos entrar a comer una comida suntuosa que no necesitamos y dejar a un hombre hambriento aquí afuera! ¡Hoy en día hay un mendigo en cada esquina! Seguro que quiere el dinero para beber. ¡Yo tengo un poco de cambio! Le daré algo. Aunque el hombre estaba de espaldas a ellos, oyó todo lo que dijeron. Avergonzado, quería alejarse corriendo de allí, pero en ese momento oyó la amable voz de la mujer que le decía: Aquí tiene unas monedas. Consígase algo de comer. Aunque la situación está difícil, no pierda las esperanzas. En alguna parte hay un empleo para usted. Espero que pronto lo encuentre. ¡Muchas gracias, señora! Me ha dado usted ocasión de comenzar de nuevo y me ha ayudado a cobrar ánimo. Jamás olvidaré su gentileza. Estará usted comiendo el pan de Cristo. Compártalo -dijo ella con una cálida sonrisa dirigida más bien a un hombre y no a un mendigo. El hombre sintió como si una descarga eléctrica le recorriera el cuerpo. Encontró un lugar barato donde comer, gastó la mitad de lo que la señora le había dado y resolvió guardar lo que le sobraba para otro día. Comería el pan de Cristo dos días. Una vez más, aquella descarga eléctrica corrió por su interior. ¡El pan de Cristo! ¡Un momento! -pensó-. No puedo guardarme el pan de Cristo solamente para mí mismo. Le parecía estar escuchando el eco de un viejo himno que había aprendido en la escuela dominical. En ese momento pasó a su lado un anciano. Quizás ese pobre anciano tenga hambre -pensó-.Tengo que compartir el pan de Cristo. Oiga -exclamó el hombre -. ¿Le gustaría entrar y comerse una buena comida? El viejo se dio vuelta y lo miró con descreimiento. ¿Habla usted en serio, amigo? El hombre no daba crédito a su buena fortuna hasta que se sentó a una mesa cubierta con un hule y le pusieron delante un plato de guiso caliente. Durante la cena, el hombre notó que el hombre envolvía un pedazo de pan en su servilleta de papel. ¿Está guardando un poco para mañana? -le preguntó. No, no. Es que hay un chico que conozco por donde suelo frecuentar. La ha pasado mal últimamente y estaba llorando cuando lo dejé. Tenía hambre. Le voy a llevar el pan. El pan de Cristo...Recordó nuevamente las palabras de la mujer y tuvo la extraña sensación de que había un tercer convidado sentado a aquella mesa. A lo lejos las campanas de una iglesia parecían entonar a sus oídos el viejo himno que le había sonado antes en la cabeza. Los dos hombres llevaron el pan al niño hambriento, que comenzó a engullírselo. De golpe se detuvo y llamó a un perro, un perro perdido y asustado. Aquí tienes, perrito. Te doy la mitad -dijo el niño. El pan de Cristo... Alcanzaría también para el hermano cuadrúpedo. San Francisco de Asís habría hecho lo mismo -pensó el hombre. El niño había cambiado totalmente de semblante. Se puso de pie y comenzó a vender el periódico con entusiasmo. Hasta luego -dijo el hombre al viejo-. En alguna parte hay un empleo para usted. Pronto dará con él. No desespere. ¿Sabe? -su voz se tornó en un susurro-. Esto que hemos comido es el pan de Cristo. Una señora me lo dijo cuándo me dio aquellas monedas para comprarlo. ¡El futuro nos deparará algo bueno! Al alejarse el viejo, el hombre se dio vuelta y se encontró con el perro que le olfateaba la pierna. Se agachó para acariciarlo y descubrió que tenía un collar que llevaba grabado el nombre del dueño. El hombre recorrió el largo camino hasta la casa del dueño del perro y llamó a la puerta. Al salir éste y ver que había encontrado a su perro, se puso contentísimo. De golpe la expresión de su rostro se tornó seria. Estaba por reprocharle al hombre que seguramente había robado el perro para cobrar la recompensa, pero no lo hizo. El hombre ostentaba un cierto aire de dignidad que lo detuvo. En cambio dijo: En el periódico vespertino de ayer ofrecí una recompensa. ¡Aquí tiene! El hombre miró el billete medio aturdido. No puedo aceptarlo -dijo quedamente-. Sólo quería hacerle un bien al perro. ¡Téngalo! Para mí lo que usted hizo vale mucho más que eso. ¿Le interesaría un empleo? Venga a mi oficina mañana. Me hace mucha falta una persona íntegra como usted. Al volver a emprender el hombre la caminata por la avenida, aquel viejo himno que recordaba de su niñez volvió a sonarle en el alma. Se titulaba "Comerte el Pan de Vida".
Publicado por J. Aldo Escalante