Veranos de pensar en nada, entre vacaciones y desganos, ratos de fechorías y de días sin descanso. Así andábamos todo el tiempo y era éste lo que más nos sobraba. Noche de luna llena prolongando nuestras sombras alargadas en el patio, reflejos azules deformando las acacias y las copas de los álamos. Noches de grillos lastimeros, de cenas en el patio bajo la luz de la lámpara a querosén que de vez en cuando, le bombeábamos aire para no quedarnos a oscuras.
Noches de mariposas grises despreciadas y feas revoloteando el farol, cayendo aturdidos en la sopa y en los vasos del vino. Cocoteros ruidosos y torpes dándose caprichosamente contra el cristal de la lámpara. Horas de cansancios persiguiendo murciélagos que se desbandaban de los techos de los galpones de donde colgaban placenteros y quietos; humaredas de pasto verde para hacerlos salir, y verlos volar en circulo sorteando obstáculos, elevándose, poniéndole sombras tétricas y fantasmales a la luna para, luego, descender perdiéndose entre los pinos y los eucaliptus, dejando nuestras bolsas arpilleras vacías, sin poderlos nunca atrapar, ni siquiera a sus sombras.
Noches de paz y de algarabía donde ser feliz no nos costaba nada, y crecer era sólo una inadvertida transición de la vida. Retratos de fugaces siluetas andaban por los patios escapándole al calor y a los mosquitos invasores. Noches de espera de que se hiciera la hora del último bostezo de mi padre, y de que se apagara en cenizas su eterno cigarro, dejándonos las buenas noches y algún beso en las mejillas de los más chicos que corríamos hasta él para asegurarnos de que nos permitiera estar despiertos un poco más, únicamente para aprovechar la vida. Después, vaciaba de aire el tambor de la lámpara que languidecía lentamente, pitándonos más azules, más transparentes a la luz cristal de la luna.
Las palmas de las manos juntas como en el último rezo, apenas abiertas en una apretada hendija donde suponíamos que podíamos atrapar a las luciérnagas sin causarles daños. Corríamos persiguiéndolas por entre los blancos gladiolos que mi madre sembraba y donde, con esmero, insertaba rojos y amarillos en una trasmutación de colores que embellecían las tardes.
Esquivas se apagaban y prendían desorientando nuestros pasos, dejando a una para seguir el titilar de las otras que astutamente se apagaban a nuestros pasos. Frasquito en mano con la tozudez infantil de poseerlas.
-¡Para mí solo!
Gritábamos desaforados cuando la suerte quería que atrapásemos a una y la guardábamos dentro del recipiente. A la espera de que se encendiera, fijábamos nuestros asombrados ojos, persiguiendo su luz amarillenta y triste de prisionero castigo.
Luciérnagas de la noche, farolitos de los ángeles, claridad en el camino de los perdidos, luminiscencia de los pobres, estrellas fugaces, partículas de fulgor en la tenue noche de la inmensidad, bichitos intrascendentes en la composición del mundo, duendes planetarios de mis sueños, astillas de luceros dispersos en la noche. Volátiles chispas de fuegos eternos que ni el viento pudieron apagar. Ésas y muchas cosas más fueron en mi infancia los “bichitos de luz” como lo llamábamos, a gritos, para que se encendieran en la plateada noche de nuestra inocencia.
Un noche, después de perseguirlas, atrapé a una. Guardé con sumo cuidado su luz dentro de un frasquito de salsa. Creo que el sueño me venció. Quizás me dormí sin pensar más en ella. A la mañana siguiente fui en su búsqueda. Ella estaba allí en el fondo del frasco quieta y apagada. No me convencía de que estuviese muerta, escudriñé en las sombras un lugar a oscura para asegurarme de que aún vivía, moví el recipiente, y ella seguía allí pegada al fondo. Busqué más oscuridad y soplé dentro de lo que fuera su celda, apenas pude ver como se movieron sus pequeñas alitas; alentó a mi alma aquel débil movimiento. Esperé a que se encendiera, pero seguía apagada.
Mi abuelo viéndome triste vino hasta mí, le mostré dentro del recipiente a la prisionera luciérnaga. Puso sus callosas manos en mis hombros, se rascó la cabeza, signo de que pensaba para aconsejarme con ternura:
- No temas, sólo está apagada, ve y ponla a un costado de la represa donde ellas vienen por agua; verás que en la noche, se vuelve a encender.
Fui hasta donde el agua estancada reflejaba las estrellas y la dejé a la sombra de un trébol. Esperé por la noche, volví al lugar donde la había dejado, pero ya no estaba.
Mi abuelo para asegurarse de que mi inocencia siguiera viva, acotó:
- ¿Ves?, dijo despacito mirando a cada lado.
-¿Ves? Ya se fue.
Señalando con el dedo y entusiasmado, agregó.
- Mirá, es aquélla, aquélla que acaba de encenderse.
Después me contaría que las luciérnagas son pequeñitas estrellas que vienen por agua a la represa para saciar la sed de la luna. Me convenció de que no había muerto, pero que por esas dudas de la conciencia, sólo me limitara a verlas volar libres y encendidas, como quiero a mi vida
ROLANDO PÉREZ BERBEL.