Miro, ya sin espanto, un estado reciente que quedó atrás. Sin dolor, veo cómo se ubican en el tiempo voces y rostros postergados para otros instantes en que mi corazón, hoy en desbandada, requiera de ellos.
Lejos del lugar donde di los primeros pasos, ausente de la cotidianidad en que sementaba mi vida, me dispongo a recolectar imágenes, rostros y cielos de paisajes hasta ayer desconocidos. Me detengo frente al mar, huelo la sal y diviso en la distancia horizontes aún por descubrir.
Cuba, donde anclé mis sueños de libertad, donde renacían los hombres en su grandeza, hoy reducidos a efímeras quimeras de perdidas utopías. Esa Cuba frágil, a veces herida de tanto espanto, que tiñó sus playas, sus maizales y su triste historia de depredada superficie del mundo, coaccionando ideales, mutilando las razones y embargando bellos futuros aún por llegar.
Mi Cuba, la Cuba de todos, hoy me sostiene sobre su suelo. Cuba inimaginable y bella para quien la siente, la ama y la soñó grande y libre. Por aquí ando hoy, dejando mis pasos y mi sombra, derramando preguntas, quiero saber adónde ir, qué ver para sentir y llenarme de vida en cada paso en que transcurre el día.
Quiero andar sin prisas por el Museo de Bellas Artes, el de la Revolución, el de José Martí, por el Castillo del Morro, por el centro de la Habana, por Vedado y Miramar, por la peatonal del Obispo y terminar en la Plaza Vieja, cerveza en mano, o placiendo mi boca de fuerte ron. Deseo recorrer sus calles contemplando bellas mulatas que esparcen cobre en una piel repleta de soles y orgullo de ser cubanas. - ¡Vaya hombre! - escuché decir, después de un porteño piropo engalanando la tarde.
Un cielo azul de mar abierto me invita a recorrer el Malecón Habanero hasta el monumento de Maine, para descender y terminar en la desembocadura del bello río Almendares. Lo que un día fuera un sueño, hoy se hace realidad. Viajo de polizón por las calles. Recobrando fuerzas, me decido a andar. Un renovado asombro me encuentra al amanecer cuando el día despierta claro. Algo, dentro de mí, me pone de pie dispuesto a vivir un breve instante en una ciudad como La Habana. No hace falta ponerle demasiada imaginación para comprender por qué Ernest Hemingway encontró su lugar en “Finca Vigía”, donde habitó por veintiún años en las afueras de la capital Cubana, refugio y cuna donde nacieron sus obras más importantes.
En un arrebato de necesidad por descubrir eventos, llegué hasta La Bodeguita del Medio en la calle Empedrado, “palacio del Mojito Cubano”. Ahí veo, por detrás de sus milenarios cristales, sentados a sus mesas a Gabriel García Márquez y a Pablo Neruda charlando de palabras y rimas, de grandezas y miserias, de hombres y de guerras, de mujeres y de Dios, de niños, de libertades y del amor. Despierto del bello ensueño y vuelvo al presente; y cuando me disponía a partir, me pareció ver entrar, guitarra en mano, a Serrat, a Silvio y a un gordito bueno con su cara de Cuba, lleno de vida en su amplia risa, al que llaman Milanés.
Lo veo en su portal, se amacha y se repite. Sé qué piensa mientras en silencio oye el tañer de campanas lejanas, vienen desde España, doblan por los caídos. Una frágil mueca de alivio me dice que ha terminado la guerra. Mira el mar, retrata la espuma, algo describe en su borrador, pienso en su póstuma obra, en inéditas historias de hombre y amor. Percibe el aire majestuoso y bello, ansioso de palabras; juega ágil y apresurado, en sus largos dedos, un mordido lápiz. Sobre su frente un sombrero panamá pone sombras a su rostro que resalta, desde sus angulosos rasgos, una prolongada barba blanca, traslucida de soles. Una piel avejentada de endurecida boca y filosa lengua enmudece de espera el ansiado encuentro. Está allí, en el mismo y único lugar donde podría hallarlo, donde un día lo imaginé exponiendo a la luz tenue del atardecer sus ojos llenos de inmensidad y mar.
Ernest Hemingway ignora mi presencia. Nervioso y tonto me muestro ante su magnitud. Él, indiferente e inmenso, descansa placido contemplando al mar. No tiene prisa, permanece adormecido en un estado de catarsis que asombra y conmueve; dueño de sus silencios, espera. Su cuerpo no gravita, sólo sus ojos denotan vida, entrelaza las delgadas piernas y espera a que regresen del mar sus criaturas.
Él las puso allí entre la furia y la calma, entre los arrebatos por sobrevivir y la desigual lucha por regresar. Lo dejo solo, ya sé cuánto calla. Me atrevo a descifrar sus dudas y voy hasta la playa; espero ver al viejo pescador recogiendo y soltando hilo. La presa se resiste, ninguno de los dos está dispuesto a rendirse, tienen miedo de fallecer, lo intentan en la necesidad de sobrevivir.
El gran pez se muestra y provoca la ira. El viejo, sabedor de luchas, le da hilo. Luego, recoge. Cada cual se lastima con su dolor en una despiadada confrontación que no atina a elevar, por su logro, al vencedor. Son criaturas presas de sus intentos. Uno, quizás, partirá mar adentro; el otro regresará siendo el que fue para saberse más útil e igual de hombre en el pesar de sus años, acorde a su honor de pescador.
Solo él, quien le diera vida, sabe del final. Me intriga y deseo ir hasta él que permanece allí donde lo viera por primer vez, saber de su voz y preguntar. Un silencio que denota mi ausencia, me hace desistir. Ya sabré el final, me digo, cuando tenga su libro entre mis manos. Sabré eso de la lucha y el honor en la necesidad humana de trascender. Hoy dejo Cuba; y sin mirar atrás, me traigo en el corazón un poco de todo cuanto soñé. Quizás regrese o simplemente me alcance con contarles que ayer charlé con Ernest Hemingway
Rolando Berbel
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