Me acordaré de ti
todas las noches a las once!...
En la plaza sin luna de tu ausencia
pronunciaré tu nombre
con el mismo temblor del primer día
todas las noches, a las once!...
Y aunque esté en un café, o en un teatro
o en un duelo, sin que nadie me importe,
te llamaré –subasta de mi pena–
todas las noches a las once...
Y si la gente –¡qué importa la gente!–
no sabe, no comprende, no conoce
lo que es el amor, que aprenda de mis labios
todas las noches a las once...
Que cariño que no es nube, ni melindre,
sino sangre, canción, olvido y monte...
Se quiere así, gritándolo a los vientos,
todas las noches a las once...
Y un día llegará –que Dios me oiga!–
que cuando vaya a pronunciar tu nombre,
tú estés bajo la lluvia de mis besos
a las diez, a las once y a las doce.
Rafael de León
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