Que el tiempo es un bien con el que se especula lo evidencian la publicidad y el mercado, plagado de artículos que se denominan igual, o casi, pero que cualitativamente poco o nada tienen que ver entre sí. Un pescado de anzuelo acumula más horas de trabajo que uno de arrastre por pieza, de la misma manera que un ejemplar extraído del mar hace unas horas no posee las mismas características que otro capturado hace una semana y conservado en hielo hasta su llegada a puerto, aunque después en el expositor de la pescadería o en la bandeja del supermercado se denominen igual o parecido. Y aquí se da otra variable donde el factor tiempo reclama su trascendencia: lo más fresco, lo recién hecho, curiosamente, requiere de más minutos de dedicación e inversión por unidad que aquello cuyo margen es más amplio; ir contra reloj respeta las cualidades naturales, pero encarece. Y toda esta forma de afrontar la calidad asociada al tiempo alude a una idea interesante: la excelencia se encuentra en sus opciones opuestas, tanto en lo inminente como en lo pacientemente elaborado. Ya se trate de un jerez envejecido durante décadas bajo el sistema de criaderas y soleras o un jamón ibérico de bellota con una montanera y tres años de curado y crianza. O entrando en los fogones, cocinando una liebre à la royale o un marron glacé.
En el extremo opuesto, unas anchoas recién pescadas o una fritura recién ejecutada. Aquello que está en tierra de nadie pierde enteros cualitativos, y, desafortunadamente, mucho de esto es lo que se ve en la calle. Porque en ese espacio del tiempo mal gestionado es donde anida la mediocridad de los productos fuera de su hora. El destiempo baja el coste, pero devalúa las características. Ese es el precio que se paga.
Autor: Andoni Luis Aduriz