COMEMOS TIEMPO. El que cuesta cultivar, pescar, curar, madurar, transportar, procesar o cocinar, entre muchas otras tareas que intermedian entre todo lo que nos llevamos a la boca. En la alimentación, la expresión “el tiempo es oro” adquiere una relevancia más primordial si cabe que en otras áreas. Empezando porque, como en cualquier otra actividad, la labor del operario que actúa sobre las materias primas, sea productor, artesano o cocinero, se determina en jornadas que se deben computar sobre el coste del resultado final. Y esta obvia y sencilla ecuación viene a constatar que si a un plato se le han dedicado 30 minutos, el importe mengua frente a otro al que se le han destinado dos horas de trabajo.
Pero si la receta es el final del proceso, el principio, la materia prima, también está sujeto a esta misma ley, aunque muchas veces quede eclipsado tras el murmullo del bajo precio de la etiqueta o los mensajes recurrentes que nos invitan a pensar que la calidad no es cara. No hace falta ser un experto para reconocer que un ingrediente que se produce a lo largo de entre siete y nueve semanas y necesita pocos cuidados, como es el caso de un pollo de granja o un salmón modificado genéticamente para crecer en la mitad de tiempo, no puede valer lo mismo que otro que requiere de 10 años de cuidados y mano de obra especializada hasta que alcanza su punto óptimo de comercialización, como ocurre con los esturiones criados en cautividad para obtener caviar.
Autor: Andoni Luis Aduriz
