Pasaban las horas, lentos los días,
y aquel pobre niño de pena moría.
Un día sentado a las afueras del pueblo,
vio pasar a un viejo que le sonreía.
Preguntó el niño, ¿por qué esa alegría,
si estás acabando tu vida marchita?
Contestó el viejo, ¿qué pasa pequeño?
¿por qué esa tristeza si estás empezado a vivir la vida?
¡Oigame, anciano!
No encuentro motivo que alegre mi alma,
no encuentro aliciente que alegre mi vida.
¿Te faltan alimentos? ¿No tienes amigos,
padres que por ti den la vida?
¡Oye viejo! tengo más que tú, me sobran alimentos,
tengo amigos, regalo juguetes, también tengo padres.
Ellos... ellos, trabajan todo el día,
para darme lo mejor, pero... ¡no tengo alegría!
Y tú, viejo ¿qué tienes que tus ojos brillan?
No tengo de nada de lo que tú tienes,
y sí una cosa que tú desearías... me sobra ¡alegría!
¿Sabes por qué? Pues de la vida veo el lado bueno.
Quizá porque un día mis padres me dieron sólo compañía.
Ellos hablaban conmigo, me abrieron los ojos
a que comprendiera que la felicidad
no está en las cosas que te da el dinero,
sino en esas cosas que te da la vida.
Saberlas apreciar, pues de Dios es un don.
Me hace feliz, contemplar las flores, el mar, las aves,
respirar el olor a tierra mojada que la brisa me trae.
¿Comprendes por qué, niño, mi alegría?
¡Ah! ¿Por eso... alegría?
Se marcha el pequeño, haciendo una mueca, reír no sabía.
Le dieron de todo... pero, amor no tenía, ni lo conocía.
No sabía apreciar las cosas sencillas.
Gaviota C. Romero