Hay personas cuya torpeza en sus relaciones humanas proviene, simplemente, de haber recibido una escasa educación en todo lo referente a las normas de comportamiento social.
Cuando advierten esas carencias, puede invadirles un considerable miedo a no saber manejarse con soltura o a cometer errores que les parecen extraordinariamente ridículos. La única solución asequible es esforzarse por cultivar cuestiones básicas para la buena convivencia diaria.
Por ejemplo, aprender a:
- iniciar o mantener con soltura una conversación circunstancial, para no ser de esos que a las dos palabras tienen que despedirse con cualquier pretexto, porque apenas tienen conversación y no saben qué más decir;
- mostrar interés por lo que nos dicen, y hablar sin apañar la mirada;
- saber decir que no, o dar por terminada una conversación o una llamada telefónica que se alarga demasiado;
- darse cuenta de que el interlocutor lleva tiempo emitiendo discretas señales de su deseo de cambiar de tema, o de terminar la conversación o la visita;
- no invadir el espacio personal de los demás (no acercarse físicamente demasiado al hablar; no entrar en temas o lugares que requieren andarse con mucha más prudencia y respeto; evitar preguntas molestas o inoportunas; etcétera);
- no emplear un tono paternalista, o de reconvención inoportuna, de hostilidad o de superioridad (todos ellos despiertan incomodidad o actitud de defensa en el interlocutor);
- pedir perdón cuando sea necesario, dar las gracias, pedir las cosas por favor, etc. (es más importante de lo que parece).
Se trata de reconocer los mensajes emocionales que emiten los demás, y también de acertar en los que emitimos nosotros. A veces, por ejemplo, una simple expresión facial inoportuna o desafortunada, o un comentario o un tono de voz que se interprete de forma negativa, puede hacer que los demás reaccionen de forma distinta a lo que esperábamos, y nos sentiremos frustrados ante esos efectos indeseados de nuestro comportamiento. Por eso resulta decisivo aprender a situarse en relación a cada persona, sabiendo que cada uno puede tener una forma de ser muy distinta a la nuestra. No basta con tratar a los demás como queremos que nos traten a nosotros, hay que tratarles como querríamos que nos trataran si fuéramos como ellos.
Un ejemplo es lo que sucede con la idiosincrasia de cada país o región, o con el estilo propio de cada ambiente social o tipo de personas. Hay modos de decir o de tratarse que en un lugar pueden resultar muy normales, pero en otros resultan chocantes. En unos ambientes, por ejemplo, es habitual tratarse enseguida con mucha confianza, pero en otros lo normal es ir más despacio; y lo que en unos sitios puede ser una muestra de franqueza, en otros puede parecer agresivo o provocador.
También hay que tener presente que la gente de determinados ambientes o lugares suele ser más sensible, y tratarse entre sí con mucha delicadeza, empleando un tono más apacible, y diciéndose las cosas de modo menos directo. Si alguien ajeno no actúa así, aparecerá ante ellos como una persona seca y cortante. En cambio, en otras circunstancias, esa actitud resultaría extraña, o podría interpretarse incluso como de falta de confianza o de carácter. De nuevo aparece, como siempre, la importancia de hacerse cargo de cómo es y cómo está quien tenemos delante.
©Alsonso Aguiló