En mitad de la cena, con la mirada perdida, se concedió una copa de vino y, exhibiéndola, se puso en pie sobre su silla. Desde allí, reivindicó el derecho a la eutanasia para las enfermedades del alma. Por ellas propuso un brindis; y el silencio se adueñó de una velada que convirtió en su función.
Ante todos conmemoró que su misión fuera llenar los colectores de sus vidas de lágrimas intensamente rojas. Y que se arrepentía de no haber vivido siempre con los ojos cerrados.
Acto seguido rompió la copa y, sirviéndose de sus pedazos, los abandonó. En su presencia y para siempre. No hubo postre.