—¡Ha desaparecido! Pero, ... ¿cómo es que sucedió? ¡Hace un minuto estaba aquí! ¡Yo no salí de la casa y no vi a nadie entrar o salir! Aunque, ahora que recuerdo más claro, sí escuché pasos de alguien que entró y volvió a salir por la puerta algunos instantes después. ¡Quizá sea el autor del secuestro… o acaso, del crimen!
En esas cavilaciones me encontraba cierta noche de primavera cuando entró a la casa Rita, mi única hermana mujer, pues, tengo, además, dos medios hermanos varones. Ella alcanzó a oír mi soliloquio y preguntó intrigada qué había sucedido. Relaté entonces que yo había dejado, en algún lugar del comedor cocina, un trozo de queso cremoso al que ya le había quitado volumen gracias a varios mordiscos y al que pensaba liquidar en el futuro inmediato. Mi exagerado tono de voz y la incordura de mi discurso habían ocasionado una expresión particular en el rostro de Rita.
—¡Nadie toque nada! grité levantando ambos brazos—. ¡Que venga el médico forense! ¡Hay que precintar la escena del crimen! ¡Debe haber huellas del criminal! agregué enfáticamente con ademanes incluídos.
Volví la mirada hacia Rita que aún permanecía de pie a un par de metros de donde yo estaba. Algo le sucedía porque no emitía sonido alguno, pero, su rostro tenía una mueca fuera de lo común. Advertí que se doblaba hacia adelante y sus piernas parecían estar a punto de desistir de sostenerla.
Cuando levantó el rostro para mirarme noté las lágrimas recién vertidas y fue en ese instante cuando soltó su primera risotada estridente retenida desde que tomó conciencia de mi histriónica actuación.
—¡Que detengan a mamá! ¡Ella es la única persona que entró y salió de la casa, por lo tanto, resulta la principal sospechosa! expresé al continuar con mi alocución.
Para entonces, mi hermana estaba casi ahogada por su propia risa. Cada tanto dejaba oír algo asó como un cacareo de gallina que anuncia a voz en cuello la orgullosa postura de un nuevo huevo. Ya no podía permanecer parada y se había refugiado en un sillón de la galería contigua al comedor.
Envalentonado con mi entusiasta espectadora, volví a la carga en mi papel de inspector de policía.
—¡Que la detenida permanezca incomunicada hasta nuevo aviso! ¡Léanle sus derechos, luego intenten hacer que confiese! agregué sonriente.
Rita tenía el rostro enrojecido de tanto reír y el mío reflejaría la enorme felicidad que tal logro me generaba.
En eso estábamos cuando, ya revisado por enésima vez el recinto, se me ocurrió abrir la puerta del refrigerador. ¿Adivinan? ¡Sí! ¡Allí estaba el trozo de queso! Tenía las marcas de mordidas a simple vista.
Oímos abrirse la puerta del frente y luego los pasos de mamá que se acercaba.
—¡Líberen a la detenida! ¡El caso está resuelto! atiné a gritar.
La expresión de risa-llanto de Rita obligó a la interrogación asombrada de nuestra madre:
—¿Qué pasó; de qué se ríen?
Aún sonrío cada vez que recuerdo aquel momento hilarante compartido de manera espontánea con personas de tanta afinidad.
P.S.: texto escrito por Hugo Mario Bertoldi Illesca - Argentina - Protagonista y autor de lo relatado.