Podemos discutir si es mejor cambiar todos los años de sitio de vacaciones o volver al mismo lugar: las dos posiciones tienen sus pros y sus contras, pero le adelanto que estoy francamente a favor de repetir el lugar, porque encuentro de lo más relajante volver todos los años al mismo sitio de descanso. Entiendo que haya quienes prefieren cambiar porque en la variedad está el gusto; no lo voy a discutir, solo déjeme que le explique que puede ser que la novedad descanse, pero de lo que estoy seguro es del estrés que produce.
Solía tomarme unos días en febrero en un bonito y escondido lugar de las sierras de Córdoba, a 5 minutos de un pueblo que me conoce desde mi adolescencia. También me conocen y conozco la fauna humana que rodeó nuestras vacaciones todos estos años, así que no eran ninguna novedad; más bien todo lo contrario: nos encontramos con las mismas personas un año más viejas y ellos nos encuentran un año más viejos a nosotros. Como han pasado casi doce meses, hay novedades que también se repiten como una monserga: por cada tienda que cerró hay una que abrió; por cada amigo que se volvió enemigo hay un enemigo que se amigó; por cada pareja que se desparejó hay una que se emparejó. Y así discurría la rutina amable de mis vacaciones hasta que este año me fui unos días al mar, en enero, para mi desgracia.
No le niego que extrañé a mis amigos emparejados y desparejados de las sierras en febrero, pero sobre todo extrañé la paz. Me sumergí sin que nadie me lo advirtiera en el mundo millennial de las grandes ciudades, pero en modo vacaciones. Gente desesperada por seguir a la misma velocidad que traía el resto del año, seguramente para no pensar. Después de verlos todos los días y todo el día durante tres semanas olvidables llegué a la conclusión de que los millennials son adolescentes de 40 años que no tienen paz.
Autor ; Gonzalo Peltzer