Es habitual –y muy humano– pensar que todo tiempo pasado fue mejor. Es natural. Según avanza el río de nuestra vida cada vez discurre más lento, describe meandros más angustiosos, surgen remolinos a cada tramo y las aguas se vuelven de un color terroso. Echamos entonces de menos el manantial purísimo que fuimos, el arroyo cristalino que serpenteaba vivaz entre las rocas.
Es tentador recrearnos en nuestra juventud, idealizar aquellos años inexpertos y a veces irresponsables donde –es verdad– no teníamos grandes responsabilidades ni motivos de preocupación. Pero esta idealización no es más que un autoengaño, y, si somos honestos con nosotros mismos, no nos quedará otra que admitir que no vivimos aquella época con conciencia de que fuera tan maravillosa, y que, de hecho, solo nos parece idílica ahora, teniendo en la mano todas las cartas de la baraja y pudiendo comparar. Porque entonces también lo pasábamos mal, a veces muy mal, con los conflictos con nuestros padres o con los amigos, o por no tener ni un duro, o por nuestros desamores y rupturas sentimentales, o por el infierno de los exámenes…
Ahora, claro, decimos que aquellos malos tragos solo eran naderías porque los cotejamos con nuestros marrones de ahora, muchos de los cuales no tienen ni solución. Pero en el fondo sabemos muy bien que en su día no percibimos de ningún modo aquellos problemas como minucias, y, aunque los sobredimensionáramos en nuestra bisoñez, el caso es que –con motivo o sin motivo– también las pasábamos putas y estábamos deseando cambiar de etapa cuanto antes, porque aquella vida, por mucho que hoy nos empeñemos, no nos hacía enteramente felices.
Y encima somos unos tramposos cuando fantaseamos con retornar, aunque sea por unos instantes, a las aulas del instituto o a los veintitantos abriles. Soñamos con ese rebobinado cronológico pero con truco; anhelamos un viaje en el tiempo pero conservando nuestros conocimientos actuales, la experiencia vital que ahora tenemos. Y eso no vale. No vale retroceder veinte o veinticinco años para disfrutar nuestras correrías de juventud pero con ojos de adulto para poder reírnos de esos sinsabores que nos parecían un mundo. Lo auténtico sería regresar, sí, pero poniéndonos la piel y el corazón de aquellos chavales que fuimos, para comprobar cómo volveríamos a sufrir y a angustiarnos por las mismas estupideces quizá no tan estúpidas. Quizá así aprenderíamos a no poetizar tanto el pasado solo por ser pasado.