Desde la prehistoria el sabor dulce es una señal
innata de calorías. También el umbral de saciedad
para los alimentos azucarados es más alto que
para los demás, como demuestra el que en numerosas
culturas se tomen alimentos azucarados al final
de las comidas. Es decir, incluso aunque una persona
esté harta de comer, todavía dispone de apetito para el dulce…
Julie Mennella, investigadora del Centro de Sentidos
Químicos Monell de Filadelfia (EE.UU) y de la que nos
declaramos fervientes admiradores, tiene su propia teoría.
A juicio de Mennella, “lo dulce no es sólo un sabor,
sino también un estado mental.
Ingerir alimentos dulces aminora el dolor,
porque estimula la segregación de endorfinas
en el cerebro. Es decir, al comer dulces uno
se siente mejor”. Según esta mujer de 57 años nacida
en Chicago, nuestro cerebro ha evolucionado para
gratificar con endorfinas la ingesta de los nutrientes
dulces, porque son los que dan más energía.
Y al contrario: el cerebro desincentiva lo amargo desde
el embarazo porque los venenos suelen
tener ese sabor. “Cuanto más tóxica es una planta,
más amarga. Y, para nuestra supervivencia,
no intoxicarnos ha sido más prioritario que
conseguir energía. Por eso, tenemos 25 receptores
de lo amargo en las papilas gustativas
y sólo dos de lo dulce”,
Antonio Orti