Laberinto
Se sienta frente al espejo y se quita la máscara. En un alarde de inspiración, el actor se pregunta si debajo de aquel disfraz no habrá muchos otros encubriendo su verdadero ser. Entonces, no bastándole con haberse desprendido de su personaje, decide no volver a aparecer en público hasta haber descubierto su yo auténtico. “Debo alcanzar esta meta aunque sea pasando hambre”, se dice, haciendo suyas las palabras de Séneca. Cargado de paciencia, comienza a despojarse de todo lo artificioso que encuentra en sí mismo: prejuicios y apariencias que había ido acumulando a lo largo de toda una vida de sufrimiento y sueño. Pero cada vez que cree haber alcanzado su genuina e incontestable naturaleza, no tarda en preguntarse, suspicaz, si aquello no será otra máscara. “El mundo es el escenario donde los hombres –personajes que adoptamos infinidad de máscaras– representamos el teatro de la vida. Entonces, ¿qué puede haber bajo una máscara, sino otra?”, reflexiona.
Absorto en su inagotable tarea, pasaron los años. Nadie volvió a saber de él.
Un buen día, su joven hijo (ya convertido en toda una persona) decidió salir en su busca. Cual místico Telémaco, rastreó las huellas del padre adentrándose por los intrincados senderos de la metafísica. El buen muchacho se temió lo peor cuando, en pleno desierto conceptual, encontró el esqueleto de un hombre.
Miguel Bravo Vadillo