Aunque nuestro país sigue identificándose como un país católico, las iglesias están vacías. No es falta de fe, Dios sabe que lo necesitamos en nuestras vidas más que nunca,
es que es difícil creer en una Iglesia que vive en la mentira y que se ha comportado como una mafia que ha protegido a miles de abusadores de niños sin asumir su responsabilidad.
Escribo esto con dolor y con mucha rabia. Como católica practicante y mujer de fe, me cuestiono permanentemente si tiene sentido seguir haciendo parte de esta Iglesia.
Este fin de semana el papa Francisco convocó a 190 líderes de la Iglesia en todo el mundo para lo que se conoce como la cumbre antipederastia,
cuyos resultados definirán su legado papal y el futuro de nuestra Iglesia. La mayoría nos preguntamos si es demasiado tarde, si es demasiado poco.
La verdad sea dicha, se dijeron cosas importantes, como lo hizo el presidente de la Conferencia Episcopal Alemana, Reinhard Marx, quien admitió que la Iglesia
en Alemania ha destruido archivos de casos y pruebas que habrían podido llevar a la justicia a algunos pederastas. Otros, como el arzobispo de Chicago,
propusieron romper con el secreto pontificio y terminar con el abuso de poder que ha permitido el encubrimiento. Sin embargo, nadie sabe cómo
esta admisión de culpa y este examen de conciencia se va a traducir en acciones concretas que frenen los abusos
y renueven nuestra iglesia, que la oxigenen y le ayuden a redimirse de sus pecados.
El celibato como imposición y no como opción,
está en el fundamento de sus peores pecados, de los abusos de niños,
de la homosexualidad encubierta, de la cultura del secreto
La gran pegunta es si la Iglesia católica, más allá de condenar la pederastia, será capaz de llegar al fondo del asunto y preguntarse por la sexualidad en la Iglesia,
por el abuso del poder y por la cultura patriarcal que domina el ministerio, y hacer cambios radicales en estas materias. El celibato como imposición
y no como opción, por ejemplo, está en el fundamento de sus peores pecados, de los abusos de niños, del abandono de niños por parte de sacerdotes que
se han convertido en padres que no responden por sus hijos, de la homosexualidad encubierta, de la cultura del secreto, de la mentira y el encubrimiento.
Son pocos los sacerdotes que han cumplido, a un muy alto costo, con esa exigencia. Casi la totalidad de los sacerdotes que conozco reconocen haber sido sexualmente activos,
por lo menos, por un periodo de sus vidas. Algunos de ellos son homosexuales y mantienen una doble vida. Muchos han abandonado la sotana para casarse,
como aceptando que no pueden seguir viviendo en la mentira, pero con el profundo dolor de abandonar su vocación como pastores. En estas realidades está
el futuro de la Iglesia. Mucha gente se siente llamada a la labor pastoral, pero no está dispuesta a pagar el precio de la soledad y el desarraigo.
Una de las voces más valientes de la cumbre fue precisamente la del cardenal colombiano Rubén Salazar, quien alzó la voz para denunciar que
el enemigo esta adentro, que no se puede seguir negando la dimensión de las denuncias presentadas, ni seguir comprando el silencio, y denunció el
clericalismo como una forma de abuso de poder que ha llevado a que la Iglesia no reconozca la autoridad civil y a la trasgiversación del ministerio sacerdotal.
Me pregunto si el cardenal será fiel a su valentía y volverá de la cumbre a destapar las denuncias que se han hecho
en Colombia y a entregar a los responsables a la justicia. Esto no se puede quedar en la palabra.
Cada vez que me cuestiono sobre mi Iglesia, cierro los ojos y vuelvo a mi niñez. Entonces puedo volver a los retiros espirituales, a las misas,
al olor y la devoción de la Semana Santa, a las novenas, al silencio maravilloso de la iglesia vacía, a la voz y la ternura del padre Eduardo.
Cada vez que escucho con dolor las denuncias de abuso sexual, recuerdo que mi Iglesia es también la Iglesia de la Pastoral Social y los curas descalzos,
las monjas y sacerdotes que trabajan y sirven entre los más humildes, los que defienden los derechos humanos, los que hicieron frente a los
paramilitares y a la guerrilla, los que han amparado a los desplazados, los que sirven en las cárceles, los que alimentan a miles de personas cada día.
Pero cada vez son menos. Esos misioneros están cansados y se sienten oprimidos por la fuerza de los pecados de la institución.
Esperemos que las reflexiones de este fin de semana produzcan soluciones radicales y rápidas que le devuelvan el alma a nuestra iglesia y la fe a quienes la han perdido.
OPINIÓN