Monólogo de José Asunción Silva
A Ricardo Cano Gaviria La ciudad que me rodea Y se duplica en los charcos de la lluvia Tiene un ropaje de sombras. El viento que viene del páramo de Cruz Verde Con su negro levitón nocturno Rasguña los vitrales de la casa, Se cuela en los campanarios, Golpea Los aldabones de bronce de La Candelaria. Ese viento, mi alma es ese viento.
Entre cercanos silencios Resuenan las guerras del país Mientras tintinea el quinqué Con el que alumbro mis confusos libros De comercio. Ese viento, mi alma es ese viento. Los corrillos de seres embozados Murmuran a mi paso. Figuras fijas al paisaje, Estatuas de nieve a la entrada de una iglesia, Maniquíes Apenas movidos por el frío cuchillo del Páramo. Ese viento, mi alma es ese viento. ¿Quién dibuja en mi blusa el mapa del corazón? ¿Quién traza un centro a la ruta de mi fiebre? La hermana muerta atraviesa el patio: Su voz ya pertenece A las construcciones secretas del vacío. Ese viento, mi alma es ese viento.
La aldea despereza su piel de adormidera, Filtra una luz en los costados de la plaza A una hora en que la ciudad parece viva. Hablo de su lentitud, de su pasmosa fijeza: Mientras concluye el gesto de un hombre Que lleva de la mesa a la boca su pocillo, Cruza la eternidad, el mundo cambia de Estaciones, Pasan las guerras, hay futuros en fuga Y el hombre no termina el ademán Que funde sus labios a la taza de café.
Todos parecen tocados del embrujo, Acaso miren en su quietud El pajaro invisible Que les señala un oculto retratista. Y de nuevo, el viento.
Ese viento, mi alma es ese viento.
Un disparo más, dirá el vecindario, Un disparo más en las eternas guerras Del olvido. La vida, esa feroz bancarrota.
Juan Manuel Roca |