De pronto, el anciano cayó en cuenta de que su corazón había dejado de
palpitar y de que ya no estaba en su lugar habitual, el lado izquierdo
de su pecho. Como que se hubiese evaporado. No sintió ningún pulso.
Con su mano ya temblorosa se palpó el otro costado y tampoco percibió
latidos. Nada, todo igual, ningún estremecimiento en su pecho que pudiese
indicarle que aún estaba vivo. Empezó a respirar con dificultad y se sintió
ahogado. Y antes de morir –todavía lúcido–, recordó que su corazón siempre
había estado unido al de ella -ahora en el más allá-, y ambos latidos resonaron
fuertes, definitivamente inseparables.
Manuel Pastrana Lozano
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