La tragedia que hoy sufre la Amazonía no limita sus efectos al interior de sus fronteras. A nosotros también nos toca, y más aún, a nuestra descendencia. La razón es muy sencilla: es el ecosistema más importante de cuantos hay, no solo por ser techo y lecho del río más largo y caudaloso del mundo ni por la inconmensurable riqueza que tiene en sus entrañas, en su piel y en su atmósfera; lo es por todo ello, sí, pero además, y fundamentalmente, por ser la fábrica de oxígeno más importante del planeta y por el papel atenuante que está llamada a cumplir ante los fenómenos de cambio climático y efecto invernadero, de los que ya hemos comenzado a ser víctimas.
Buscando evadir responsabilidades, algunos gobernantes la han emprendido contra quienes ven como los más estorbosos personajes de su entorno. Así lo viene haciendo el presidente del Brasil, Jair Bolsonaro, con las ONG que le cuestionan el haber relajado el control a la tala en los bosques amazónicos. Una de ellas, Greenpeace, lo sindicó de ser una “amenaza para el equilibrio climático”, ante lo cual Bolsonaro se fue lanza en ristre contra tal organización y las demás del sector ambientalista, a las cuales acusó de estar desarrollando soterradas actividades incendiarias en la zona selvática con el exclusivo fin de desprestigiarlo. Lo cierto es que, durante los últimos meses, los focos incendiarios han incrementado su número en la medida en que la deforestación ha alargado sus pasos, sin que a ninguna ONG se le haya visto comprometida en tales hechos.
Esta simultaneidad que se está dando entre deforestación e incendios se está reflejando en una creciente extensión de tierras roturadas para la agroindustria, el pastoreo y la minería, lo cual da razones para colegir que detrás de tan dantescos crímenes ecológicos está la búsqueda de hidrocarburos, madera, oro, carbón, coltán y espacio para la explotación de proyectos agroindustriales, tras los cuales anda la mano depredadora del gran capital
A tales capitales el presidente Bolsonaro los controla con guantes de seda, procurando, eso sí, que estos no se le manchen ni se le arruguen. Y como igual de diligentes son y han sido la gran mayoría de los mandatarios de la región, no nos extrañemos de que cunda el envenenamiento de las aguas, la contaminación del aire, la cada vez mayor transparencia de la capa de ozono, los desarreglos atmosféricos y demás factores que, de no ponérseles cortapisa, harán invivible el planeta, como ya lo está siendo en algunos lugares. Esas cortapisas debemos ponerlas los ciudadanos de hoy. De no hacerlo, serán nuestros nietos los que no hallarán donde vivir.