Gloria Astrid Martínez vio a su hijo por última vez el 8 de febrero de 2008. Después de desayunar, Daniel, de 21 años, salió de casa, en Soacha, un suburbio abandonado de la capital de Colombia, para empezar un nuevo trabajo en fincas situadas en el campo y propiedad de ricos.
“Me dijo que había encontrado un trabajo que pagaba tanto que yo no tendría que trabajar más”, recuerda Martínez. “Sonaba demasiado bueno para ser verdad, pero él insistió, así que se fue”.
Ocho meses después, el cuerpo de Daniel apareció en una fosa común cerca de la frontera con Venezuela vestido con ropa de camuflaje. Soldados del Ejército colombiano habían atraído a Daniel con la promesa de trabajar en la ciudad de Ocaña, a 660 kilómetros de Bogotá, donde le asesinaron y le calificaron de rebelde con el objetivo de mejorar las estadísticas en la guerra contra los insurgentes izquierdistas.
Las cifras infladas, conocidas como “falsos positivos”, se utilizaron para justificar la ayuda militar estadounidense. Los agentes que llevaron a cabo las ejecuciones fueron premiados con ascensos y vacaciones.
Cuando en 2008 salió a la luz la noticia sobre las matanzas, el escándalo acorraló al Ejército colombiano: decenas de destacados militares fueron destituidos y otros muchos de menor rango fueron enviados a prisión.
Pero un nuevo estudio del que es coautor un antiguo coronel de policía sostiene que la práctica estaba mucho más extendida de lo que se había informado con anterioridad. De acuerdo con los autores Omar Rojas Bolaños y Fabian Leonardo Benavides, aproximadamente 10.000 civiles fueron ejecutados por el Ejército entre 2002 y 2010, más del triple que la cifra calculada por los grupos de derechos humanos.
En el informe 'Ejecuciones extrajudiciales en Colombia, 2002-2010 – obediencia ciega en campos de batalla ficticios', los autores describen cómo el Ejército de Colombia mató sistemáticamente a civiles para mejorar sus estadísticas de muertos en la guerra contra los rebeldes.
"Podemos llamarlos 'falsos positivos' o 'ejecuciones extrajudiciales', pero realmente estos fueron asesinatos a sangre fría”, denuncia Rojas, que ejerció como policía durante 31 años. “Fueron meticulosamente planeados y llevados a cabo por miembros de todos los rangos”. Rojas asegura que se atacó especialmente a menores con diversidad funcional por su vulnerabilidad, así como un puñado de militares sospechosos de filtrar secretos.
“Esto no es algo que solo ocurrió en el pasado, a día de hoy seguimos encontrando casos de falsos positivos, aunque no con la misma intensidad de antes. Ahora lo llaman errores militares”, afirma Rojas.
El principal grupo rebelde de Colombia, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), firmó un acuerdo de paz con el Gobierno en noviembre de 2016 poniendo formalmente fin a 52 años de la guerra civil que dejó 220.000 muertos y unos siete millones de desplazados, la mayoría civiles. Grupos paramilitares alineados con el Gobierno y otros grupos armados de izquierdas también han contribuido al derramamiento de sangre. Todos los bandos han cometido atrocidades.
El presidente Juan Manuel Santos, que fue galardonado con el premio Nobel de la Paz por liderar el acuerdo, ocupó el cargo de ministro de Defensa entre 2006 y 2009, el periodo con más matanzas por falsos positivos.
Los activistas denuncian que ni Santos ni su predecesor, Álvaro Uribe, han rendido cuentas por el escándalo, aunque Uribe se enfrenta a varias investigaciones independientes por supuestos crímenes de guerra. Un testigo clave en uno de los casos fue asesinado en Medellín el mes pasado.
A menudo el Gobierno de Colombia ha restado importancia al escándalo calificándolo como acciones de unos pocos individuos sin escrúpulos.
“Los falsos positivos no es solo un problema de unas pocas manzanas podridas”, señala José Miguel Vivanco, director de Human Rights Watch para América. “Estas matanzas aparentemente generalizadas y sistemáticas se cometieron por tropas adscritas prácticamente a todas las brigadas en todas y cada una de las divisiones del Ejército de Colombia”, añade.
El soldado que reclutó a Daniel está actualmente cumpliendo una pena de 39 años de prisión, junto con muchos otros militares de bajo y medio rango. Pero no se ha condenado a ni un solo general.
Para Martínez, que ha recibido amenazas de muerte por su lucha por la justicia, la impunidad es desgarradora. “Dicen que el dolor de la pérdida se alivia con el paso del tiempo, pero eso es mentira. Empeora”, afirma con la voz quebrada. “El Estado debe proteger a su gente, no matarla”, añade.