EL REGALO PERFECTO
No me gusta recordarlos, no. Tengo una parte de mi familia que no me gusta recordar. De niña me espeluznaba visitarlos. Llegábamos a su vivienda en algunas mañanas de los domingos de paseo después de misa.
Repartidos los besos y abrazos de rigor, desayunábamos copiosamente, envueltos en un desagradable olor a cera y flores nauseabundas. En la mesa siempre aquellos extravagantes candelabros de plata, grandes, grandísimos. Demasiado grandes para las proporciones de la mesa del comedor. Y no porque la mesa no fuera enorme, sino porque los candelabros no eran para mesas, sino para ceremonias especiales.
Pero lo peor ocurría al llegar, tocar el timbre y escuchar la voz de ultratumba de la tía decir.
--suuuuuuuuuuubaaaaan, estamos aquí, les esperábamos.
Se me enfriaba el estómago con un susto inexplicable. Mami alzaba en sus brazos a Alice, y papi tomaba mi manita sudorosa, guiándome por los corredores y pasillos en semi-tinieblas. A zancadas recorríamos el primer piso esquivando los estandartes y los caballetes para coronas de flores. Finalmente terminábamos escurriéndonos entre los ataúdes apilados como monumentos a la muerte.
Ataúdes de todos colores y tamaños: grises, blancos, plateados, dorados.
Ataúdes grandes, medianos, y pequeñitos. Papi me explicó que los pequeñitos eran para niños.
A mi corta edad aún yo no entendía la muerte, solamente había visto morir a doña Chencha. Doña Chencha era tan vieja, taaaan vieja, que parecía una momia. Creo que cuando murió ya estaba muerta desde hacía mucho tiempo. Pobre doña Chencha, nadie extrañó su partida, simplemente desapareció con aquel cuerpo arrugado y entumecido, acostado desde siempre en la casa vecina a la nuestra.
--Los tíos le hicieron una buena oferta para el entierro a su hijo mayor, le escuché decir a mami.
Sentados en la mesa y en medio del desayuno, sonaba de vez en cuando el teléfono. El tío, con un salto de conejo, se levantaba, se limpiaba con una servilleta los residuos de huevos revueltos pegados al bigote, y con una mueca de felicidad, contestaba, anotando en su libro de cuentas el nombre y la dirección del cliente.
Volvía a nosotros haciendo cálculos entre dientes, y con una mueca de gran satisfacción comentaba:
--Esta semana nos acompaña la suerte, hemos tenido tres muertos.
Una expresión de disgusto se dibujaba en el rostro de mami. Papi terminaba con prisa su merienda y dando los besos de despedida, me volvía a guiar hasta la calle entre ataúdes y olores a muertos en descomposición. Al salir respiraba profundo, y más de una vez le escuché reclamar molesto.
--No me obligues, Carmiña. Jamás vuelvo aquí.
Pero seguimos volviendo hasta el día del fuego en los almacenes de telas. Un corto circuito encendió la llama devoradora. Murieron cinco empleadas asfixiadas con el humo. El siguiente domingo tuvimos que escucharle al tío los pormenores del gran negocio que el fuego le había proporcionado. Aún le quedaban por preparar dos cadáveres chamuscados guardados en la nevera por falta de materiales para embalsamarlos.
Ese día me tapé los ojos al bajar al primer piso, papi fue directo al frigorífico y le dio una patada a la puerta, maldiciendo al tío y a su insufrible negocio.
Mami no le dijo ni una palabra, simplemente jamás volvimos a visitarlos.
Lo que es dolor para unos es negocios para otros. ¡Que suerte de familia me gasto! Por lo menos tengo asegurada la caja sin costo. Fue el regalo de la tía para la fiesta de mis quince años. Envió un mensajero con un certificado escrito con el sello dorado de "Funeraria Gajate"
Mejor regalo que ese, ninguno.
Carmen Amaralis Vega OLivencia
(Parte de la historia de mi vida)