¿Somos diferentes durante el verano?
La respuesta más sensata sería la afirmativa, dado que somos
un yo determinado en unas circunstancias concretas.
Straub nos plantea que la rutina nos ampara, porque nos
permite escapar de vernos en profundidad.
En verano el tiempo no hace ruido, el pasar de las páginas,
tampoco. Las ciudades se llenan de ecos y de turistas cansados,
de entusiasmos acalorados mientras el cantar de la cigarra
lo vigila todo. Se calla la cotidianidad que conocíamos.
Incluso lo inútil se deja pasar por su peso propio,
se ensanchan las esperas.
No es obligatorio estar de vacaciones, más de media
España no lo está. Pero el calor imprime un ritmo diferente,
un esfuerzo que parece siempre estar a punto de apagarse.
Es precisamente en esos momentos cuando lo no dicho nos
permite zambullirnos en otro tiempo.
No sacralicemos, una cerveza bien fría o un helado italiano
compartidos obran un efecto similar. Aunque si queremos
trasladarnos solos a otro tiempo y espiarlo, un libro es la única
puerta de salida. Al final todo se protege debajo de un árbol,
una nube que pasa, detrás de una ventana cerrada o en el
pasar de las páginas. ¿Acaso al veranear nos revelamos más?
En invierno todo es más recogido, decimal.
En verano nos dilatamos. Nos estiramos a tomar el sol
acompañados de nuestras querencias, el deseo y las promesas,
lo que no se cuenta, las envidias, las pasiones soterradas,
las traiciones más inesperadas, las bofetadas de la vida,
las desafecciones y los amores, y cómo se sobrevive a todo
en septiembre al recuperar la rutina.
Sardiflor
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