En mi calle, había una rosa, que sembrada en su jardín de esquina,
Vendía pétalos y los cambiaba por sonrisas.
En el amplio bolsillo de su memoria, llevaba las cuentas de todos:
De la vecina sin esposo y del esposo sin trabajo, de las muchachas del servicio
Que siempre les faltaban los centavos para el cambio
Y el servicio de todos los muchachos, que a cambio de un cigarro,
Les daba una mirada de aprobación, aunque anduvieran sin centavo en el bolsillo y sin hogar en el corazón.
Era una rosa, eternamente fresca, que siempre tenía abierta su ventana, para que en ella entrara a comprar el sol, el primer rayo de la mañana.
A su clientela conocía, aunque nada le comprara. Y su cuaderno de fiados, con las puntas dobladas, contaba en silencio una historia que ella celosa, custodiaba, como los dulces, al resguardo de los niños, que en una caja guardaba.
Hoy, no está. En el alma de esta calle, no hay ya más el diario del domingo, ni el pan de fin de semana.
Ella que, con su radio, en lo alto de la vitrina colgado, sabía del pico y cedula, del vivo, del muerto, del policía contagiado, y del bostezo tras el tapabocas confinado.
Ha, días pasó por allí la pandemia, le compró gel, guantes, alcohol, un café, bien cargado y cuanto artilugio, para espantarla se hayan inventado. Y se la llevó, lejos de su tienda y de su vecindario, ahora, a adornar el cielo, va una rosita, con los vueltos en su mano. ALBA