Al principio Lex Maars era tan sólo una persona insistente. Durante cinco años envió religiosamente a mi oficina de Barcelona una invitación a una conferencia en La Haya, Holanda.
Durante cinco años mi oficina le respondió invariablemente que la agenda estaba completa. En realidad, la agenda no está siempre completa. Sin embargo, un escritor no tiene por qué saber hablar bien en público y, además, todo lo que tengo que decir está en mis libros y mis columnas, por lo que siempre procuro evitar las conferencias.
Lex se enteró de que yo iba a grabar un programa para un canal de televisión en Holanda. Cuando bajé para ir a la grabación, él me estaba esperando en la recepción del hotel. Se presentó y me pidió que le dejara acompañarme, diciendo:
-No es que sea una persona incapaz de aceptar un no por respuesta. Pero se me ocurre que quizá he estado actuando de forma equivocada.
Hay que luchar por los sueños, pero también hay que saber que cuando algunos caminos se muestran imposibles, es mejor guardar fuerzas para intentar otras vías. Podía simplemente decir no (he dicho y oído varias veces esta palabra), pero decidí probar con algo más diplomático: poner condiciones imposibles de cumplir.
Dije que daría la conferencia gratis, pero que la entrada para el público no podía costar más de dos euros, y que en la sala no podría haber más de 200 personas.
Lex aceptó.
-Va a gastar más de lo que va a ganar –le advertí-. Según mis cuentas, sólo el billete de avión y el hotel cuestan el triple de lo que recibirá si consigue llenar la sala. Aparte de eso, están los costes de promoción, el alquiler del local...
Lex me interrumpió, diciendo que nada de eso tenía importancia: estaba actuando de acuerdo con las exigencias de su profesión.
-Organizo eventos porque necesito seguir creyendo que el ser humano está en la búsqueda de un mundo mejor. Tengo que que hacer mi aportación para que eso sea posible.
¿Cuál era su profesión?
-Vendo iglesias.
Y continuó, para mi espanto:
-Trabajo para el Vaticano, que me ha encargado seleccionar compradores, ya que en Holanda hay más iglesias que fieles. Y como ya hemos tenido pésimas experiencias, viendo cómo lugares sagrados se convertían en salas de fiestas, edificios de apartamentos, tiendas de moda, e incluso en sex-shops, se ha cambiado el sistema de venta. El proyecto debe ser aprobado por la comunidad, y el comprador tiene que decir qué piensa hacer con el inmueble: por lo general sólo aceptamos las propuestas que incluyen un centro cultural, una institución benéfica, o un museo.
“Y se preguntará, ¿qué tiene eso que ver con su conferencia y con las otras que estoy intentando organizar? Pues que la gente ha dejado de encontrarse. Y cuando no se encuentra, no puede crecer.
Mirándome fijamente, concluyó:
-Encuentros. Ése fue precisamente mi error con usted. En lugar de enviarle correo electrónico, debería haberme mostrado desde el primer momento como un ser de carne y hueso. Cuando en una ocasión, no recibí respuesta de cierto político, fui a llamar a su puerta. Él me dijo: si desea usted algo de mí, antes tiene que enseñarme sus ojos. Desde entonces, no he dejado de hacerlo y sólo he cosechado buenos resultados. Podemos tener todos los medios de comunicación del mundo, pero nada, absolutamente nada, podrá sustituir a la mirada del ser humano.
Por supuesto, acabé aceptando la propuesta.
P.D. Sabiendo que mi mujer, artista plástica, siempre quiso crear un centro cultural, cuando fui a La Haya para la conferencia, pedí ver algunas de las iglesias en venta. Pregunté el precio de una que llegaba a albergar todos los domingos a 500 parroquianos: costaba ¡un euro!, aunque los gastos de mantenimiento podían alcanzar niveles prohibitivos.
Autor: Pablo Cohelo
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